Salí de La Paz hace ya màs de una semana. Definitivamente abandono aquella ciudad que, como las de Calvino, parece imposible. Aunque lamentablemente no es rumbo a Perú como tenía pensado, si no hacia las provincias "disidentes" del Oriente boliviano. Y es que en Santa Cruz, capital de la enorme región del mismo nombre, se pueden encontrar más y más baratos vuelos a Europa, donde por causas ajenas a mi voluntad tengo que regresar antes de lo previsto. Sería largo y tedioso detallarlas, pero como casi todo en esta vida, tienen que ver con el vil metal. Ese que los españoles se llevaban de aquí hace algunos siglos y que luego acababa en manos de piratas ingleses o banqueros holandeses...
Pero más o menos a mitad del largo camino entre La Paz y Santa Cruz queda la ciudad de Cochabamba, bautizada por los españoles como Oropesa y que jugó un papel fundamental en la independencia de Bolivia (y de toda Amèrica Latina) de la corona española. Así que, aprovechando al màximo mis últimos días de viaje, decido hacer una escala técnica en esta histórica ciudad. Llego allí tras más de siete horas de viaje desde el altiplano paceño, y cuando llego es tarde y no tengo ganas de andar buscando alojamiento, así que me quedo en un hotelito enfrente mismo de la estación, en una zona aparentemente no muy recomendable. Sin embargo la habitación es mucho mejor de la habitual y hasta puedo darme un reconfortante baño nocturno en una piscina situada en el patio trasero del hotel.
A la mañana siguiente, ya recuperado, me lanzo a recorrer las calles de la ciudad con la avidez del que sabe que ya le queda poco tiempo para hacerlo. Visito el viejo cabildo, algún pequeño museo, los cafés más inspiradores y hasta una fantástica librería donde un venerable ancianito al que pido consejo me recomienda algunos libros para que me acompañen en el largo viaje de vuelta a casa. A diferencia de La Paz la ciudad es casi completamente plana, aunque como èsta tiene dos partes bien diferenciadas: un centro de marcado acento colonial donde aun pueden verse algunas de las típicas "cholitas" y una zona moderna aunque sin mucha personalidad que podría estar en cualquier otra ciudad del mundo.
Tras la breve experiencia cochabambina toca continuar rumbo SurEste. Pero cuando por la noche voy a comprar el billete de bus para el día siguiente me dicen que hay un bloqueo de productores de soja en la carretera y que quizá no se pueda viajar. Un poco acojonado ante la posibilidad de no llegar a tiempo a mi vuelo me voy a la cama, pero afortunadamente a la mañana siguiente encuentro un bus que me lleva a Santa Cruz, eso sí, por la carretera antigua. Es decir, más de diez horitas de viaje para despedirme del que durante todos estos meses ha sido mi medio de transporte "favorito". Menos mal que el camino es llano y el paisaje, aunque no espectacular, si muy agradable.
Ya desde los accesos se percibe que Santa Cruz tiene muy poco que ver con La Paz. Pueden verse las numerosas industrias (sobre todo aceiteras) que hacen que esta sea una ciudad considerablemente más rica y próspera que la capital, y que por tanto no vea con buenos ojos las medidas "igualatorias" impulsadas desde el gobierno por Evo Morales. Así que donde allí se veían pintadas alabando la figura de éste aquí se le tacha directamente de asesino y se clama por la independencia de Santa Cruz. Esperemos que la sangre no llegue al río... pero sí que es cierto que esta zona, por su clima, su paisaje, su gente... parece pertenecer a un país diferente al de los pueblos y ciudades del Altiplano. Pero si hasta las chicas llevan minifaldas!
Así que tras comprobar de primera mano las diferencias y los problemas que podrían llevar a Bolivia incluso a una guerra civil me dirijo al moderno aeropuerto para ser testigo de primera mano de otros problemas, en este caso internacionales. Primero en la cola de acceso a la zona de embarque, donde se te hace un nudo en la garganta al ver a las familias de los emigrantes despidiéndose entre làgrimas de éstos. Y segundo en la aduana, donde tras revisar todos los equipajes varios pasajeros son conducidos de muy malos modos a la zona de rayos x para ser "revisados". Por una vez, y sin que sirva de precedente, a mí me dejan pasar tranquilamente y sin levantar sospechas. Debe ser que ya tengo aspecto de persona seria...
Y así llegué a Madrid este pasado finde semana, donde fue recibido por una persona muy especial de una forma muy especial y donde mi madre casi se muere del susto al verme llegar a casa por sorpresa. Por cierto, què limpio y que bonito es Madrid! Y qué rápidos son aquí los camareros! Y qué civilizados los conductores! No hay nada como un "viajecito" para apreciar màs aquellas cosas que tenemos... así que desde hoy mismo comienzo a pensar en una segunda parte de este viaje. Algo que espero poder hacer realidad en un futuro, màs o menos cercano, para poder seguir contàndolo aquí a todos aquellos que de un modo u otro viajaban conmigo. A todos ellos, especialmente a la "inventora" del título de este blog (màs vale tarde que nunca)... hasta pronto!!!
31 marzo 2008
24 marzo 2008
Copacabana - La Paz
Joder, para no gustarme La Paz esta es la tercera ocasión que recalo en esta ciudad... Eso sí, esta vez he decidido cambiar de hotel para no morirme de frío y he recalado en uno de la zona baja de la ciudad. Un barrio residencial, moderno, con altos edificios de oficinas, tiendas más o menos finas y bares y restaurantes estilo "europeo". Eso sí, si caminas dos cuadras y te acercas hasta el puente que salva el cañadón que atraviesa la ciudad, puedes ver allí abajo las chabolas casi colgando del barranco, en un equilibrio que parece pero que muy inestable.
Obviando este pequeño detalle hoy me he dedicado a hacer algunas compras e incluso e ido al cine... por primera vez en cinco meses! Y por cierto, tampoco los bolivianos doblan las películas. A ver si aprendemos!
Cuando voy hacia el cine y me encuentro de frente con una multitud ocupando la calle pienso... quienes serán esta vez? Los estudiantes como en la primera...? los mineros como en la segunda?... seguro que ahora les toca a los campesinos?... Pero no, pronto veo a unos tipos con capuchas moradas portando una virgen y me doy cuenta de que es una pacífica procesión. Eso sí, tras ellos van muchos más vestidos de verde y ataviados con extraños gorros que parecen prusianos. Son militares, que de paso aprovechan para "celebrar", no sé muy bien por qué, la pérdida del mar de Bolivia a manos de Chile hace ya más de 100 años (no os preocupéis, yo tampoco lo sabía hace unos meses). Cuando me entero que en un rato va a venir Evo Morales pienso en quedarme a saludarle, pero sin duda prefiero el peinado de Tim Burton.
Tonterías aparte, ayer regresé de Copacabana huyendo precisamente de las celebraciones de Semana Santa, a pesar de que fue eso mismo lo que fuí a buscar a orillas del lago Titicaca. Y es que la afluencia de peregrinos es mucho mayor de lo que me esperaba y el pequeño y tranquilo pueblito al que llegué hace unos días se convierte en un hervidero de gente que lo inunda todo con sus tenderetes de comida, sus puestecitos de artesanía y sus vetustas furgonetas. Lo malo es que junto a ellos llegan también todos los carteristas de La Paz y un buen número de sus muchos borrachos, que tras honrar a Nuestro Señor Jesucristo se dedican a hacer lo mismo, incluso con mayor devoción, con Nuestra Señora la Botella. Aunque el mayor motivo de mi huída, sinceramente, ha sido que quisieran cuadruplicarme el precio de la habitación...
Pero bueno... como decía, cuando llegué a Copacabana (nada que ver con la playa de Brasil) me encontré con un agradable pueblito, el más grande de la parte boliviana del lago Titicaca, muy turístico pero bastante acogedor. Hay algunos hoteles terríblemente feos a orilla del lago, pero la vista sobre éste compensa con creces ciertos atentados estéticos. Allí mismo, junto a los patinetes de alquiler y los barquitos para las excursiones turísticas hay varios "gringo-cafés" que ofrecen comida internacional (se agradece un descanso de la puramente boliviana...) y música "occidental" (no digamos de ésta...). En uno de ellos, tras cenar una rica trucha de uno de los muchos criaderos del lago, asisto a un estupendo concierto de guitarra y percusión de unos argentinos que andan por allí vendiendo bisutería.
A la mañana siguiente, alentado por los consejos de éstos, me decido a ir a la Isla del Sol por mis propios medios. No, no es que vaya a ir nadando, pero no me apetece ir en el típico tour para turistas que regresa por la tarde, así que cojo el equipaje mínimo imprescindible y me voy caminando hasta Yampupata, el último y minúsculo pueblito en la punta de una estrecha península que se adentra en el lago. Son casi cuatro horas de camino sin cruzarme más que a algún campesino de la zona, pero se me hace corto disfrutando de las increíbles vistas que se me ofrecen. Allí, en Yampupata, un pescador se brinda "amablemente" a llevarme a la isla por 50 bolivianos, lo que para ellos es un buen dinero. Aunque sólo tiene sólo 29 años, parece mucho mayor que yo, y dice que sí no fuera por sus tres hijos pequeños emigraría a España. No sé que decirle cuando me pregunta si es una buena idea...
La Isla del Sol es un lugar sagrado para los incas, que creen que allí y en la vecina y más pequeña Isla de la Luna tiene su origen el mundo. En estas dos islas vivían, según la cultura Tiwanaku, antecesora de la incaica, los hermanos-esposos de los que desciende todo el resto de la humanidad. Hay allí varios restos arqueológicos importantes, como el templo de Pilko Kaina, dedicado al Sol, donde me deja la barquita. De allí hay que trepar (pues la orografía de la isla es bastante accidentada) hasta Yumani, la población más grande de la isla y donde, sorprendentemente, hay un montón de alojamientos disponibles. Y lo peor es que están construyendo muchos más. Quizá demasiados...
Todo el pueblo se organiza a ambos lados de un empinadísimo camino de piedra
construído por los incas y que en su último tramo se convierte en una terrorífica escalera que llega hsta el lago y a cuyo lado discurre una fuente en perfecto estado de funcionamento casi 2000 años después. No hay mucho que hacer en Yumani excepto pasear y yo ya lo he hecho bastante por hoy, así que me dedico a esperar el anochecer desde la terraza de mi habitación, y entonces comprendo por que llaman a la pequeña Isla de la Luna con ese nombre. Parece como si poco a poco el blanco astro emergiera de ese pedazo de tierra para iluminarlo todo. Al menos en una noche de luna llena como ésta. Espectacular!
Y no menos espectacular es el amanecer, cuando parto hacia Challapampa, en el norte de la isla, para llegar a tiempo de coger el barco de regreso a Copacabana. Son algo más de dos horas de recorrido que discurren en gran parte por un camino inca que se ve salpicado por algunos pequeños restos arqueológicos no demasiado impresionantes, la verdad. Eso sí, al final del camino, casi en el extremo norte de la isla hay una explanada donde se levanta una mesa de sacrificios, justo frente a la roca sagrada donde con algo de esfuerzo e imaginación aún puede verse un enigmático rostro tallado. Un poco más allá, los restos de una gran construcción en forma de laberinto de la que se desconoce su utilidad aumentan la sensacíón de misterio del lugar. No hay nadie más allí y realmente siento algo especial que no sé como describir...
Cuando por fin llego a Challapampa quedan casi dos horas para que salga el barco, así que me tumbo en la arena de una de las pocas playas de la Isla del Sol a tomar un poco el ídem junto a una Inca-Cola. En el barquito coincido con dos profesores jubilados bolivianos con los que durante el largo trayecto analizamos la política internacional y de nuestros respectivos países (me río yo de la "crispación" en España comparada con la de aquí). Y al llegar a Copacabana de nuevo me encuentro el mogollón, así que "disfruto" de la procesión del Viernes Santo (o era el jueves?) y me vuelvo a La Paz al día siguiente, sentado junto a un autobusero que parece divertirse asustando a los peregrinos rezagados que vienen en sentido contrario, especialmente a los que lo hacen en bicicleta. Están locos estos bolivianos!
Ah!, por cierto, he colgado un montón de fotos en Flickr, por si alguien tiene curiosidad. En cuanto pueda pego aquí algunas...
Obviando este pequeño detalle hoy me he dedicado a hacer algunas compras e incluso e ido al cine... por primera vez en cinco meses! Y por cierto, tampoco los bolivianos doblan las películas. A ver si aprendemos!
Cuando voy hacia el cine y me encuentro de frente con una multitud ocupando la calle pienso... quienes serán esta vez? Los estudiantes como en la primera...? los mineros como en la segunda?... seguro que ahora les toca a los campesinos?... Pero no, pronto veo a unos tipos con capuchas moradas portando una virgen y me doy cuenta de que es una pacífica procesión. Eso sí, tras ellos van muchos más vestidos de verde y ataviados con extraños gorros que parecen prusianos. Son militares, que de paso aprovechan para "celebrar", no sé muy bien por qué, la pérdida del mar de Bolivia a manos de Chile hace ya más de 100 años (no os preocupéis, yo tampoco lo sabía hace unos meses). Cuando me entero que en un rato va a venir Evo Morales pienso en quedarme a saludarle, pero sin duda prefiero el peinado de Tim Burton.
Tonterías aparte, ayer regresé de Copacabana huyendo precisamente de las celebraciones de Semana Santa, a pesar de que fue eso mismo lo que fuí a buscar a orillas del lago Titicaca. Y es que la afluencia de peregrinos es mucho mayor de lo que me esperaba y el pequeño y tranquilo pueblito al que llegué hace unos días se convierte en un hervidero de gente que lo inunda todo con sus tenderetes de comida, sus puestecitos de artesanía y sus vetustas furgonetas. Lo malo es que junto a ellos llegan también todos los carteristas de La Paz y un buen número de sus muchos borrachos, que tras honrar a Nuestro Señor Jesucristo se dedican a hacer lo mismo, incluso con mayor devoción, con Nuestra Señora la Botella. Aunque el mayor motivo de mi huída, sinceramente, ha sido que quisieran cuadruplicarme el precio de la habitación...
Pero bueno... como decía, cuando llegué a Copacabana (nada que ver con la playa de Brasil) me encontré con un agradable pueblito, el más grande de la parte boliviana del lago Titicaca, muy turístico pero bastante acogedor. Hay algunos hoteles terríblemente feos a orilla del lago, pero la vista sobre éste compensa con creces ciertos atentados estéticos. Allí mismo, junto a los patinetes de alquiler y los barquitos para las excursiones turísticas hay varios "gringo-cafés" que ofrecen comida internacional (se agradece un descanso de la puramente boliviana...) y música "occidental" (no digamos de ésta...). En uno de ellos, tras cenar una rica trucha de uno de los muchos criaderos del lago, asisto a un estupendo concierto de guitarra y percusión de unos argentinos que andan por allí vendiendo bisutería.
A la mañana siguiente, alentado por los consejos de éstos, me decido a ir a la Isla del Sol por mis propios medios. No, no es que vaya a ir nadando, pero no me apetece ir en el típico tour para turistas que regresa por la tarde, así que cojo el equipaje mínimo imprescindible y me voy caminando hasta Yampupata, el último y minúsculo pueblito en la punta de una estrecha península que se adentra en el lago. Son casi cuatro horas de camino sin cruzarme más que a algún campesino de la zona, pero se me hace corto disfrutando de las increíbles vistas que se me ofrecen. Allí, en Yampupata, un pescador se brinda "amablemente" a llevarme a la isla por 50 bolivianos, lo que para ellos es un buen dinero. Aunque sólo tiene sólo 29 años, parece mucho mayor que yo, y dice que sí no fuera por sus tres hijos pequeños emigraría a España. No sé que decirle cuando me pregunta si es una buena idea...
La Isla del Sol es un lugar sagrado para los incas, que creen que allí y en la vecina y más pequeña Isla de la Luna tiene su origen el mundo. En estas dos islas vivían, según la cultura Tiwanaku, antecesora de la incaica, los hermanos-esposos de los que desciende todo el resto de la humanidad. Hay allí varios restos arqueológicos importantes, como el templo de Pilko Kaina, dedicado al Sol, donde me deja la barquita. De allí hay que trepar (pues la orografía de la isla es bastante accidentada) hasta Yumani, la población más grande de la isla y donde, sorprendentemente, hay un montón de alojamientos disponibles. Y lo peor es que están construyendo muchos más. Quizá demasiados...
Todo el pueblo se organiza a ambos lados de un empinadísimo camino de piedra
construído por los incas y que en su último tramo se convierte en una terrorífica escalera que llega hsta el lago y a cuyo lado discurre una fuente en perfecto estado de funcionamento casi 2000 años después. No hay mucho que hacer en Yumani excepto pasear y yo ya lo he hecho bastante por hoy, así que me dedico a esperar el anochecer desde la terraza de mi habitación, y entonces comprendo por que llaman a la pequeña Isla de la Luna con ese nombre. Parece como si poco a poco el blanco astro emergiera de ese pedazo de tierra para iluminarlo todo. Al menos en una noche de luna llena como ésta. Espectacular!
Y no menos espectacular es el amanecer, cuando parto hacia Challapampa, en el norte de la isla, para llegar a tiempo de coger el barco de regreso a Copacabana. Son algo más de dos horas de recorrido que discurren en gran parte por un camino inca que se ve salpicado por algunos pequeños restos arqueológicos no demasiado impresionantes, la verdad. Eso sí, al final del camino, casi en el extremo norte de la isla hay una explanada donde se levanta una mesa de sacrificios, justo frente a la roca sagrada donde con algo de esfuerzo e imaginación aún puede verse un enigmático rostro tallado. Un poco más allá, los restos de una gran construcción en forma de laberinto de la que se desconoce su utilidad aumentan la sensacíón de misterio del lugar. No hay nadie más allí y realmente siento algo especial que no sé como describir...
Cuando por fin llego a Challapampa quedan casi dos horas para que salga el barco, así que me tumbo en la arena de una de las pocas playas de la Isla del Sol a tomar un poco el ídem junto a una Inca-Cola. En el barquito coincido con dos profesores jubilados bolivianos con los que durante el largo trayecto analizamos la política internacional y de nuestros respectivos países (me río yo de la "crispación" en España comparada con la de aquí). Y al llegar a Copacabana de nuevo me encuentro el mogollón, así que "disfruto" de la procesión del Viernes Santo (o era el jueves?) y me vuelvo a La Paz al día siguiente, sentado junto a un autobusero que parece divertirse asustando a los peregrinos rezagados que vienen en sentido contrario, especialmente a los que lo hacen en bicicleta. Están locos estos bolivianos!
Ah!, por cierto, he colgado un montón de fotos en Flickr, por si alguien tiene curiosidad. En cuanto pueda pego aquí algunas...
17 marzo 2008
Coroico y Rurrenabaque
De nuevo estoy en La Paz, más de una semana después de salir de aquí rumbo al norte, en una de las mejores experiencias de todo mi periplo sudamericano. Afortunadamente no llueve ni hace tanto frío como la última vez que estuve aquí, y la ciudad se muestra algo más amable bajo la luz del sol. Aunque me sigue pareciendo un lugar asfixiante, con su mezcla de altura, climatología adversa, contaminación, suciedad y caos circulatorio. Vamos, que no me vendría a vivir aquí, no! Todo lo contrario que al paraiso tropical que es Rurrenabaque, e incluso que a la no muy lejana Coroico, donde pasé -involuntariamente- un día extra de relax después de recorrer la que aquí califican, casi con orgullo, como la carretera más peligrosa del mundo.
Eso fué, si no me equivoco, el pasado sábado. Salí muy temprano del hotel para reunirme en la agencia de turismo con mis compañeros de aventura: tres japoneses, dos australianos, una pareja argentina y dos mixtas, una formada por un inglés y una alemana y otra por un yankee y una boliviana. Todo un crisol de razas y lenguas!
Tras darnos estupendamente de desayunar nos enfundamos todo el equipo de ciclista y nos montamos en la furgo que nos lleva hasta La Cumbre. Es increíble, pero en todo el trayecto no paramos de subir y subir, atravesando algunos barrios muy muy humildes que deben estar varios cientos de metros por encima del nivel del centro.
En La Cumbre, a casi 5000 metros, la vista es espectacular. Todo está nevado y la carretera serpentea cuesta abajo en un slalom que parece sin final. Y allá que nos lanzamos, empapándonos con la fina lluvia y con la gran velocidad que, casi sin querer, alcanzamos. Tras la única subida del trayecto, suficiente para hacernos echar pie a tierra a todos, comienza el camino de tierra que nos llevará hasta Coroico. El paisaje ha cambiado completamente y ahora las montañas de alrededor son como un espeso muro de vegatación. La ruta, con mucho barro y peligrosas piedras, discurre al borde de cortados de más de 600 metros de alto por los que a menudo caen imponentes cascadas. Sin más incidente que algunas caídas menores, protagonizadas en su mayoría por uno de los pobres japos, llegamos agotados pero satisfechos a nuestro destino. Han sido casi 70 kilómetros en los que descendemos la friolera de 3.600 metros de altura. Un absoluto subidón de adrenalina!
Tras una reparadora ducha y una excelente comida tomo un taxi para que me suba a Coroico, a unos 8 kilómetros de donde nos encontramos. Allí me alojo en un precioso hotel con unas vistas espectaculares de la Cordillera de las Yungas, con piscina y sauna incluídas. Me voy a la cama prontito, porque mañana temprano vienen a buscarme para llevarme a Guanay, de donde sale un barco que me transportará a Rurrenabaque, base de acceso al Parque Natural Madidi. Pero a la mañana siguiente espero durante casi dos horas en la plaza del pueblo y allí no a aparece ni Dios, así que llamo a la agencia de La Paz y me confirman que ha habido un error y el taxista que debía recogerme se ha llevado al primer "gringo" que ha encontrado con una mochila a cuestas, con lo que mi barco ya ha zarpado. Bolivia is different...
Mientras decido si regresar a La Paz o continuar viaje por mis propios medios me alojo en otro hotelito con unas vistas casi más impresionantes que las del de la noche anterior, regido por un francés que para comer me hace una lasaña de trucha, espinacas y roquefort que es sin duda lo mejor que he comido en toda Sudamérica.
Finalmente decido tomar el bus a Rurre a la mañana siguiente, así que paso el día descansando de la paliza de ayer sentado en una terracita de la plaza, viendo el ir y venir dominical de los nativos a la iglesia. Allí veo negros por primera vez en este viaje, que me llaman la atención -especialmente las mujeres- por sus ropas típicamente andinas, que uno asocia ineludiblemente con otras razas.
El viaje a Rurrenabaque en bus es simple y llanamente terrorífico. Sin duda el peor de todos estos meses. La carretera, continuación de la que ya recorrí en bicicleta, debe tener como medio metro de barro y en algunos puntos está casi derruída. En uno de ellos, como a las dos de la mañana, el bus se detiene durante casi dos horas a que una excavadora retire del camino las piedras del derrumbe que se produjo el día anterior. Una vez pasado el tramo más peligroso del camino, ya en el llano, seguimos camino adentrándonos en la jungla, donde la cantidad de barro es casi mayor que en la montaña. Consecuencia de ello el viaje, que debiera durar unas catorce horas, se alarga hasta más de veinte, llegando a Rurrenabaque a eso de las diez de la mañana.
Afortunadamente ha merecido la pena, porque Rurre, como lo llaman los locales, es un pequeño paraíso. Tiene todo lo que uno espera de un lugar como este, un enorme y caudaloso río, puestos callejeros con jugos de frutas tropicales, palmeritas y coquetos hoteles para los turistas. Unos turistas que han traído hasta aquí una prosperidad que se hace patente en las muchas motitos que circulan por las calles, en la limpieza de éstas, y hasta en el caracter, manifiestamente más abierto y extrovertido que el de sus compatriotas del altiplano. Aunque yo creo que eso lo da más el clima e incluso la propia raza, que aquí tiene unas fisonomía y una forma de vestir y comportarse digamos más "occidentales".
Tras una necesaria jornada de descanso en mi habitación, con ventilador y hamaca en la terraza, me embarco en una excursión a lo que aquí llaman Las Pampas. Mis compañeros son en esta ocasión cinco holandeses muy majetes, una pareja de belgas igualmente encantadores y un brasileiro rubito que anda todo el día en las nubes. Eso sí, todos tienen diez años menos que yo, pero no se nota demasiado...jeje
Con ellos tomamos una furgo que nos lleva a través de la selva por unas tres horas. Ya por el camino vemos montones de animales que van anticipando lo que será esta estupendo tour. Comemos en un curioso lugar en Santa Rosa, donde como mascota tienen un pecarí, un mono araña y un enorme y siniestro pajarraco del que no recuerdo el nombre.
Allí conocemos al que será nuestro guía, un señor de unos 55 años, de cuerpo robusto y pelo muy blanco que contrasta con su piel morena y curtida. Se hace llamar a sí mismo El Negro y en los siguientes tres días demostrará poseer un conocimiento y una experiencia increíbles. Y es que ya en el camino al campamento, a bordo de una estrecha y larga canoa de madera, no para de mostrarnos animales que de no ser por él hubieran pasdo desapercibidos para nosotros. Hay infinidad de aves de diferentes clases, monos de tamaños y colres distintos, tortugas, y hasta tenemos la suerte de ver un perezoso y un oso hormiguero, algo por lo visto poco habitual.
El campamento está compuesto por unas básicas cabañitas de madera, elevadas respecto del húmedo suelo, donde se hayan los camastros, herméticamente cerrados por tupidas redes antimosquitos. Lo que no impide que mis manos amanezcan hinchadas por las picaduras de estos monstruos a la mañana siguiente. Y se hinchan aún más cuando caminamos por la ciénaga, infestada de ellos, en busca de alguna anaconda que finalmente El Negro captura, haciendo gala de su increible habilidad. No llega a los dos metros, pero cuando se enrosca en tu muñeca puedes comprobar la enorme fuerza de estos animales. Despues, para relajarnos, vamos a una zona abierta del río, donde saltamos al agua desde los árboles y nos bañamos con delfines rosas, que nos mordisquean suavemente los pies. Una experiencia inolvidable!
Al día siguiente, ya recuperados de las cervezas de la noche anterior en el Sunset Bar (increíblemente hay un bar en mitad de la jungla al que sólo puede accederse en bote y desde el que se ven unos atardeceres fabulosos) toca ir a pescar pirañas. Yo no pesco ni una, pero las muy... devoran en instantes cada trozo de carne que lanzo con mi rudimentario anzuelo. Al menos El Negro pesca cinco o seis para que podamos verlas y cocinarlas durante la comida, aunque no saben demasiado bien...
Tras despedirnos de Casimiro, el caimán de más de dos metros que vive junto al campamento, emprendemos el camino de vuelta a Rurre. Allí vemos, en un recodo del río, una capibara muerta, y cuando nos acercamos a verla más de cerca, un colega de Casimiro más grande y salvaje hace que la barquita tiemble cuando intenta recuperar su comida. Menudo susto!
Tristes por dejar la selva y al Negro llegamos sin más novedades a Rurrenabaque, donde me alojo de nuevo en el mismo y comfortable hotel, afortunadament esta vez a salvo de los israelíes que no me dejaron pegar ojo la noche anterior. Allí, junto a mis coleguitas holandeses, pasamos un tranquilo día a la espera de poder tomar un vuelo de regreso a La Paz al día siguiente, tras cinco dás seguidos de cancelaciones. Tenemos muuucha suerte y entramos en el primer vuelo de la mañana.
Es un avioncito con motor a hélice con capacidad para veinte personas, pero no se mueve demasiado hasta que nos acercamos a las montañas que rodean a la capital, donde tiembla como una hojita de papel. Pero aterrizamos sin ningún problema en 45 minutos, con lo que creo que los 500 bolivianos (frente a los casi 100 que cuesta bus) han sido pero que muy bien empleados. Y aquí estoy, de nuevo en La Paz!
Eso fué, si no me equivoco, el pasado sábado. Salí muy temprano del hotel para reunirme en la agencia de turismo con mis compañeros de aventura: tres japoneses, dos australianos, una pareja argentina y dos mixtas, una formada por un inglés y una alemana y otra por un yankee y una boliviana. Todo un crisol de razas y lenguas!
Tras darnos estupendamente de desayunar nos enfundamos todo el equipo de ciclista y nos montamos en la furgo que nos lleva hasta La Cumbre. Es increíble, pero en todo el trayecto no paramos de subir y subir, atravesando algunos barrios muy muy humildes que deben estar varios cientos de metros por encima del nivel del centro.
En La Cumbre, a casi 5000 metros, la vista es espectacular. Todo está nevado y la carretera serpentea cuesta abajo en un slalom que parece sin final. Y allá que nos lanzamos, empapándonos con la fina lluvia y con la gran velocidad que, casi sin querer, alcanzamos. Tras la única subida del trayecto, suficiente para hacernos echar pie a tierra a todos, comienza el camino de tierra que nos llevará hasta Coroico. El paisaje ha cambiado completamente y ahora las montañas de alrededor son como un espeso muro de vegatación. La ruta, con mucho barro y peligrosas piedras, discurre al borde de cortados de más de 600 metros de alto por los que a menudo caen imponentes cascadas. Sin más incidente que algunas caídas menores, protagonizadas en su mayoría por uno de los pobres japos, llegamos agotados pero satisfechos a nuestro destino. Han sido casi 70 kilómetros en los que descendemos la friolera de 3.600 metros de altura. Un absoluto subidón de adrenalina!
Tras una reparadora ducha y una excelente comida tomo un taxi para que me suba a Coroico, a unos 8 kilómetros de donde nos encontramos. Allí me alojo en un precioso hotel con unas vistas espectaculares de la Cordillera de las Yungas, con piscina y sauna incluídas. Me voy a la cama prontito, porque mañana temprano vienen a buscarme para llevarme a Guanay, de donde sale un barco que me transportará a Rurrenabaque, base de acceso al Parque Natural Madidi. Pero a la mañana siguiente espero durante casi dos horas en la plaza del pueblo y allí no a aparece ni Dios, así que llamo a la agencia de La Paz y me confirman que ha habido un error y el taxista que debía recogerme se ha llevado al primer "gringo" que ha encontrado con una mochila a cuestas, con lo que mi barco ya ha zarpado. Bolivia is different...
Mientras decido si regresar a La Paz o continuar viaje por mis propios medios me alojo en otro hotelito con unas vistas casi más impresionantes que las del de la noche anterior, regido por un francés que para comer me hace una lasaña de trucha, espinacas y roquefort que es sin duda lo mejor que he comido en toda Sudamérica.
Finalmente decido tomar el bus a Rurre a la mañana siguiente, así que paso el día descansando de la paliza de ayer sentado en una terracita de la plaza, viendo el ir y venir dominical de los nativos a la iglesia. Allí veo negros por primera vez en este viaje, que me llaman la atención -especialmente las mujeres- por sus ropas típicamente andinas, que uno asocia ineludiblemente con otras razas.
El viaje a Rurrenabaque en bus es simple y llanamente terrorífico. Sin duda el peor de todos estos meses. La carretera, continuación de la que ya recorrí en bicicleta, debe tener como medio metro de barro y en algunos puntos está casi derruída. En uno de ellos, como a las dos de la mañana, el bus se detiene durante casi dos horas a que una excavadora retire del camino las piedras del derrumbe que se produjo el día anterior. Una vez pasado el tramo más peligroso del camino, ya en el llano, seguimos camino adentrándonos en la jungla, donde la cantidad de barro es casi mayor que en la montaña. Consecuencia de ello el viaje, que debiera durar unas catorce horas, se alarga hasta más de veinte, llegando a Rurrenabaque a eso de las diez de la mañana.
Afortunadamente ha merecido la pena, porque Rurre, como lo llaman los locales, es un pequeño paraíso. Tiene todo lo que uno espera de un lugar como este, un enorme y caudaloso río, puestos callejeros con jugos de frutas tropicales, palmeritas y coquetos hoteles para los turistas. Unos turistas que han traído hasta aquí una prosperidad que se hace patente en las muchas motitos que circulan por las calles, en la limpieza de éstas, y hasta en el caracter, manifiestamente más abierto y extrovertido que el de sus compatriotas del altiplano. Aunque yo creo que eso lo da más el clima e incluso la propia raza, que aquí tiene unas fisonomía y una forma de vestir y comportarse digamos más "occidentales".
Tras una necesaria jornada de descanso en mi habitación, con ventilador y hamaca en la terraza, me embarco en una excursión a lo que aquí llaman Las Pampas. Mis compañeros son en esta ocasión cinco holandeses muy majetes, una pareja de belgas igualmente encantadores y un brasileiro rubito que anda todo el día en las nubes. Eso sí, todos tienen diez años menos que yo, pero no se nota demasiado...jeje
Con ellos tomamos una furgo que nos lleva a través de la selva por unas tres horas. Ya por el camino vemos montones de animales que van anticipando lo que será esta estupendo tour. Comemos en un curioso lugar en Santa Rosa, donde como mascota tienen un pecarí, un mono araña y un enorme y siniestro pajarraco del que no recuerdo el nombre.
Allí conocemos al que será nuestro guía, un señor de unos 55 años, de cuerpo robusto y pelo muy blanco que contrasta con su piel morena y curtida. Se hace llamar a sí mismo El Negro y en los siguientes tres días demostrará poseer un conocimiento y una experiencia increíbles. Y es que ya en el camino al campamento, a bordo de una estrecha y larga canoa de madera, no para de mostrarnos animales que de no ser por él hubieran pasdo desapercibidos para nosotros. Hay infinidad de aves de diferentes clases, monos de tamaños y colres distintos, tortugas, y hasta tenemos la suerte de ver un perezoso y un oso hormiguero, algo por lo visto poco habitual.
El campamento está compuesto por unas básicas cabañitas de madera, elevadas respecto del húmedo suelo, donde se hayan los camastros, herméticamente cerrados por tupidas redes antimosquitos. Lo que no impide que mis manos amanezcan hinchadas por las picaduras de estos monstruos a la mañana siguiente. Y se hinchan aún más cuando caminamos por la ciénaga, infestada de ellos, en busca de alguna anaconda que finalmente El Negro captura, haciendo gala de su increible habilidad. No llega a los dos metros, pero cuando se enrosca en tu muñeca puedes comprobar la enorme fuerza de estos animales. Despues, para relajarnos, vamos a una zona abierta del río, donde saltamos al agua desde los árboles y nos bañamos con delfines rosas, que nos mordisquean suavemente los pies. Una experiencia inolvidable!
Al día siguiente, ya recuperados de las cervezas de la noche anterior en el Sunset Bar (increíblemente hay un bar en mitad de la jungla al que sólo puede accederse en bote y desde el que se ven unos atardeceres fabulosos) toca ir a pescar pirañas. Yo no pesco ni una, pero las muy... devoran en instantes cada trozo de carne que lanzo con mi rudimentario anzuelo. Al menos El Negro pesca cinco o seis para que podamos verlas y cocinarlas durante la comida, aunque no saben demasiado bien...
Tras despedirnos de Casimiro, el caimán de más de dos metros que vive junto al campamento, emprendemos el camino de vuelta a Rurre. Allí vemos, en un recodo del río, una capibara muerta, y cuando nos acercamos a verla más de cerca, un colega de Casimiro más grande y salvaje hace que la barquita tiemble cuando intenta recuperar su comida. Menudo susto!
Tristes por dejar la selva y al Negro llegamos sin más novedades a Rurrenabaque, donde me alojo de nuevo en el mismo y comfortable hotel, afortunadament esta vez a salvo de los israelíes que no me dejaron pegar ojo la noche anterior. Allí, junto a mis coleguitas holandeses, pasamos un tranquilo día a la espera de poder tomar un vuelo de regreso a La Paz al día siguiente, tras cinco dás seguidos de cancelaciones. Tenemos muuucha suerte y entramos en el primer vuelo de la mañana.
Es un avioncito con motor a hélice con capacidad para veinte personas, pero no se mueve demasiado hasta que nos acercamos a las montañas que rodean a la capital, donde tiembla como una hojita de papel. Pero aterrizamos sin ningún problema en 45 minutos, con lo que creo que los 500 bolivianos (frente a los casi 100 que cuesta bus) han sido pero que muy bien empleados. Y aquí estoy, de nuevo en La Paz!
07 marzo 2008
Arica - La Paz
Salgo de Iquique rumbo al norte a media mañana. Al salir de la ciudad me abandona un poco esa imagen casi idìlica que tenía de la misma. Y es que los suburbios, que no vi al llegar porque era de noche, proyectan una imagen que nada tiene que ver con las torres de apartamentos de la playa. Chapas, maderas y plàsticos son los materiales con los que muchos chilenos han construìdo sus muy precarias viviendas en las laderas peladas que rodean a la ciudad. Curiòsamente, algunas de las màs infrahumanas de ellas exhiben orgullosas una banderita chilena, haciendo gala de ese incomprensible patriotismo que tambièn he podido apreciar entre las clases más humildes de Argentina y Bolivia.
El camino transcurre sin más novedad que kilómetros y kilómetros de tierra y piedras, a lo largo del más árido de todos los pàramos que he visto a lo largo de este viaje. Y ya han sido unos cuantos...
El paisaje al llegar a Arica, ya casi en la frontera con Perú, no cambia demasiado, si bien las dunas que delimitan la ciudad no tienen la dimensión ni el atractivo de las de Iquique. De hecho Arica es como una versión pobre de su vecina sureña, con sus playas situadas demasiado lejos del centro urbano como para atraer a los turistas masivamente. Un centro urbano, por cierto, plagado de malls, tiendas de compañías multinacionales y... prostíbulos. Con razón he leído que el norte de Chile es una de las zonas con mayor índice de casos de SIDA en Latinoamérica.
Allí me quedo en un pequeño hotel con televisión por cable para, lo confieso, poder ver el partido Real Madrid - Roma. Aunque más me hubiera valido ir al cine...
Durante el día paseo por el puerto, donde enormes pelícanos deambulan torpemente hasta que despliegan sus enormes alas y emprenden uno de los vuelos más elegantes que puedan verse. Camino un buen rato hasta la playa más cercana, pero está bastante descuidada y casi completamente vacía, lo que le da un aire un tanto deprimente, así que regreso pronto a la ciudad, justo a tiempo de cenar uno de esos estupendos hot dogs chilenos aderezados con la omnipresente palta (en cristiano aguacate), que aquí se usa incluso para untar las tostadas del desayuno. Absolutamente riquísimas!
Como Arica no me seduce demasiado abandono la ciudad a la mañana siguiente. A lo largo de las diez horas de camino pasamos por el Parque Natural Lauca, donde se elevan imponentes volcanes nevados y comienza a brotar una escasa vegetación de la que se alimentan las numerosas llamas y vicuñas que pueden verse en el camino.
La llegada a La Paz, ya bien entrada la tarde, es impresionante. Al doblar una de las muchas curvas del camino, casi de repente, aparece alli abajo la ciudad, emparedada en un estrecho valle entre gigantescos picos nevados. Parece una locura que una urbe de esa dimensión pueda estar en semejante ubicación. Como una locura es el tráfico, que hace que tardemos casi una hora en llegar a la terminal.
Allí me encuentro en la disyuntiva de, por el mismo precio, dormir en una habitación compartida con otras siete personas en un moderno albergue al lado de la estación o en una habitación con baño para mí sólo en un vetusto hotel en el mismo centro. Como estoy mayor escogo la segunda opción. Estoy en pleno mogollón, y aprovecho para pasear entre el bullicio de las calles aledañas. Toda la ciudad es como un enorme mercado al aire libre donde se vende todo aquello que pueda imaginarse, en la mayoría de los casos en minúsculos puestos que ocupan la acera e incluso parte de la calzada y que hacen que los peatones tengan que sortear como pueden el caótico tráfico. Para relajarme, nada mejor que un plato de sushi boliviano.
Por la noche paso mucho frío, pero tras una ducha caliente salgo a recorrer la ciudad. Es sorprendente como las casitas de ladrillo tosco sin revestir se desparraman por las empinadas laderas tiñéndolas de un feo tono rojizo. Pero lo que se tiñe de gris oscuro es el cielo y comienza a diluviar, así que aprovecho a visitar la impresionante Iglesia de San Francisco y su museo aledaño, donde un guía local con algún tipo de enfermedad nerviosa me ofrece una bienintencionada pero algo desasosegante visita. Cuando para un poco me voy al no menos desasosegante Mercado Negro, donde las cholas exhiben todo tipo de brebajes y ungüentos de brujería, incluídos tétricos fetos de llama que prefiero no preguntar para que se usan.
Vuelve a llover, así que tras un rápido recorrido por la zona más turística de la ciudad vuelvo a mi hotel. Y es que mañana me levanto muy temparano para, en una bicicleta de montaña, descender 3600 metros hasta Coroico en un recorrido de 60 kilómetros a lo largo de una carretera cuyo nombre prefiero no mencionar. Allí hago noche para tomar un barco a la mañana siguiente que, remontando el curso de uno de los afluentes del Amazonas durante tres días nos llevará a Rurrenabaque. Noche de descanso y partida hacia lo que aquí llaman la Pampa y en Brasil el Pantanal, donde nos alojaremos un par de noches más en cabañas de madera, rodeados de vecinos tales como caimanes, anacondas o pirañas.
Así que si sobrevivo a esto no sé yo sí me van a quedar ganas de continuar viaje o voy a volver corriendo a España a que me cuide mi mamá...
El camino transcurre sin más novedad que kilómetros y kilómetros de tierra y piedras, a lo largo del más árido de todos los pàramos que he visto a lo largo de este viaje. Y ya han sido unos cuantos...
El paisaje al llegar a Arica, ya casi en la frontera con Perú, no cambia demasiado, si bien las dunas que delimitan la ciudad no tienen la dimensión ni el atractivo de las de Iquique. De hecho Arica es como una versión pobre de su vecina sureña, con sus playas situadas demasiado lejos del centro urbano como para atraer a los turistas masivamente. Un centro urbano, por cierto, plagado de malls, tiendas de compañías multinacionales y... prostíbulos. Con razón he leído que el norte de Chile es una de las zonas con mayor índice de casos de SIDA en Latinoamérica.
Allí me quedo en un pequeño hotel con televisión por cable para, lo confieso, poder ver el partido Real Madrid - Roma. Aunque más me hubiera valido ir al cine...
Durante el día paseo por el puerto, donde enormes pelícanos deambulan torpemente hasta que despliegan sus enormes alas y emprenden uno de los vuelos más elegantes que puedan verse. Camino un buen rato hasta la playa más cercana, pero está bastante descuidada y casi completamente vacía, lo que le da un aire un tanto deprimente, así que regreso pronto a la ciudad, justo a tiempo de cenar uno de esos estupendos hot dogs chilenos aderezados con la omnipresente palta (en cristiano aguacate), que aquí se usa incluso para untar las tostadas del desayuno. Absolutamente riquísimas!
Como Arica no me seduce demasiado abandono la ciudad a la mañana siguiente. A lo largo de las diez horas de camino pasamos por el Parque Natural Lauca, donde se elevan imponentes volcanes nevados y comienza a brotar una escasa vegetación de la que se alimentan las numerosas llamas y vicuñas que pueden verse en el camino.
La llegada a La Paz, ya bien entrada la tarde, es impresionante. Al doblar una de las muchas curvas del camino, casi de repente, aparece alli abajo la ciudad, emparedada en un estrecho valle entre gigantescos picos nevados. Parece una locura que una urbe de esa dimensión pueda estar en semejante ubicación. Como una locura es el tráfico, que hace que tardemos casi una hora en llegar a la terminal.
Allí me encuentro en la disyuntiva de, por el mismo precio, dormir en una habitación compartida con otras siete personas en un moderno albergue al lado de la estación o en una habitación con baño para mí sólo en un vetusto hotel en el mismo centro. Como estoy mayor escogo la segunda opción. Estoy en pleno mogollón, y aprovecho para pasear entre el bullicio de las calles aledañas. Toda la ciudad es como un enorme mercado al aire libre donde se vende todo aquello que pueda imaginarse, en la mayoría de los casos en minúsculos puestos que ocupan la acera e incluso parte de la calzada y que hacen que los peatones tengan que sortear como pueden el caótico tráfico. Para relajarme, nada mejor que un plato de sushi boliviano.
Por la noche paso mucho frío, pero tras una ducha caliente salgo a recorrer la ciudad. Es sorprendente como las casitas de ladrillo tosco sin revestir se desparraman por las empinadas laderas tiñéndolas de un feo tono rojizo. Pero lo que se tiñe de gris oscuro es el cielo y comienza a diluviar, así que aprovecho a visitar la impresionante Iglesia de San Francisco y su museo aledaño, donde un guía local con algún tipo de enfermedad nerviosa me ofrece una bienintencionada pero algo desasosegante visita. Cuando para un poco me voy al no menos desasosegante Mercado Negro, donde las cholas exhiben todo tipo de brebajes y ungüentos de brujería, incluídos tétricos fetos de llama que prefiero no preguntar para que se usan.
Vuelve a llover, así que tras un rápido recorrido por la zona más turística de la ciudad vuelvo a mi hotel. Y es que mañana me levanto muy temparano para, en una bicicleta de montaña, descender 3600 metros hasta Coroico en un recorrido de 60 kilómetros a lo largo de una carretera cuyo nombre prefiero no mencionar. Allí hago noche para tomar un barco a la mañana siguiente que, remontando el curso de uno de los afluentes del Amazonas durante tres días nos llevará a Rurrenabaque. Noche de descanso y partida hacia lo que aquí llaman la Pampa y en Brasil el Pantanal, donde nos alojaremos un par de noches más en cabañas de madera, rodeados de vecinos tales como caimanes, anacondas o pirañas.
Así que si sobrevivo a esto no sé yo sí me van a quedar ganas de continuar viaje o voy a volver corriendo a España a que me cuide mi mamá...
03 marzo 2008
Oruro - Iquique
En la anterior entrada decía que no me apetecía nada llegar a Oruro a las cinco de la mañana, así que amablemente la compañía de buses boliviana con la que contraté el pasaje desde Sucre se encargó de retrasar la llegada hasta casi las once.
Salimos con bastante retraso y con un sólo turista, yo, entre todo el pasaje. Dentro del bus hace mucho calor, pero a pesar de ello los bolivianos cargan con pesadas y pólvorientas mantas. Más tarde, a eso de la una de la mañana, cuando el bus se lleva por delante un pedrusco y se rompe en mitad de la ruta entiendo por qué. Fuera llueve a cántaros y no hay nada en kilómetros a la redonda donde refugiarse, así que toca escoger entre el acre olor a humanidad del interior o el frío del exterior.
Cinco horas de laaarga espera y otro bus llega para rescatarnos. Va tan deprisa intentando recuperar algo del tiempo perdido que temo que volvamos a salirnos de la ruta, pero afortunadamente llegamos sanos y salvos a Oruro.
Allí me alojo en el primer hotel que me encuentro nada más salir de la estación, un tres estrellas que pasa por ser de los mejores de la ciudad. Y no está mal, si no fuera porque sigue lloviendo, hace frío, y no tiene calefacción!!! Cuando explico la situación en recepción me dan otra manta y me dicen que "espere a la tarde, que con el doble acristalamiento luego se caldea". Así que, agotado, me acurruco bajo veinte kilos de ropa de cama y paso el día dormitando y viendo deportes en la ESPN. Cuando ya recuperado salgo a comer algo me encuentro con la más fea (e incluso un tanto siniestra) de todas las ciudades que he visto hasta ahora, así que no tardo mucho en regresar a la ya "caldeada" habitación a continuar con mi frenética actividad hasta la mañana siguiente, en que regreso a Chile.
Afortunadamente el camino a Iquique transcurre sin más novedad que los consabidos controles aduaneros, que en este caso, cruzando de probablemente el país más pobre de Sudamérica a probablemente el país más rico de Sudamérica, son aún más tediosos que de costumbre. El paisaje en cambio, aunque también pudiera parecerlo, no lo es en absoluto. Al menos para mí. Desde que pasamos a Chile y durante horas recorremos casi en línea recta un monótono y plano paisaje compuesto de tierra, piedras y ni el más mínimo rastro de vida. Es el Desierto de Atacama, el más seco del mundo, que según va cayendo la noche se tiñe de los increíbles colores del atradecer. Cuando llegamos a Iquique ya es de noche, y allá abajo, muy abajo, se divisan las luces de una ciudad mucho más grande de lo que yo pensaba.
Iquique se extiende en una estrecha franja de tierra, entre las peladas laderas que delimitan el desierto y las muy bravas aguas del Océano Pacífico. Por ello, y por el viento constante procedente del mar, es uno de los destinos preferidos por surferos y parapentistas de todo el mundo. Y esa es una de las cosas que me han traído aquí, volver a hacer parapente... Aunque en el albergue donde me alojo los surferos, en especial norteamericanos, ganan por aplastante mayoría. A pesar de ello el lugar es bastante agradable y está a sólo dos pasitos de una playa fantástica. Y bastante más lejos de la zona centro, de muy dudosa reputación y frecuentada por marinos y mineros locales por la abundancia de señoritas de compañía ofreciendo sus servicios.
El primer día aquí me dedico sólo a pasear y conocer la ciudad. En realidad casi se podría hablar de dos ciudades: el viejo Iquique tradicional, con sus casitas de madera traídas de Inglaterra, hoy ya envejecidas y sucias (a pesar de la interesante restauración y peatonalización de algunas calles del centro); y la zona turística a lo largo de la playa, más limpia, tranquila, y excelentemente equipada con sus paseos de maderita, sus zonas verdes, sus canchas deportivas... Ojalá muchas de las playas españolas fueran como ésta! Eso sí, el agua está bastante fría y las olas tienen una dimensión que agradará a los surfistas, pero hace un poco incómodo un simple baño.
Al día siguiente voy a hacer parapente con Philipe, un suizo casado con una chilena que tiene todo un emporio del vuelo montado en Iquique. Varios todoterrenos, un hostal para aquellos que van a hacer cursos y toda la infraestructura necesaria. Lamentablemente tengo demasiadas cosas que ver aún como para quedarme dos semanas haciendo un curso de iniciación en Iquique, pero sí tengo tiempo de pegarme un impresionante vuelo con él que dura casi cuarenta minutos. Y como le digo que ya he volado antes se anima a practicar, conmigo como pasajero, algunas piruetas que casi me hacen vomitar. Eso sí, cuando sólo planeamos, sintiendo como el viento nos marca el camino, me prometo a mí mismo que ya en España volveré a hacer parapente.
El domingo es el día de Humberstone, la otra razón por la que he venido hasta aquí. Y como llegar hasta lo que en su día fue un próspero poblado alrededor de una explotación salitrera y hoy es sólo una ciudad fantasma resulta difícil nos apuntamos a un tour. Me acompaña Litzy, úna chilena muy divertida que vive y trabaja en China y que es la única no gringa del albergue. Antes de llegar al plato fuerte visitamos un par de pueblecitos sin demasiado interés, alguna iglesia de madera con sus ámanerados santos de colorines y unas aguas termales que serían impresionantes si no estuvieran tan llenas de gente. Como más impresionante aún debe ser visitar las vacías calles de Humberstone, con su teatro, su hotel, su bar, su piscina... en absoluta soledad y sin un guía que no para de hablar. Aún así, muy recomendable.
Y hoy... bueno, hoy me he levantado tarde, he escrito algunos mails, he comido un rico ceviche y un jugo de mango, he estado leyendo un rato y me he quemado la piel en la playa durante toda la tarde. Y aún hay quién me pregunta que cuándo regreso!
Ah! y una cosa, aquellos que leen estas mis tonterías y se molestan en escribir algún comentario (gracias por hacerlo), por favor, decid quienes sois!!! Que tengo unos cuantos comentarios "anónimos" en el blog a los que me gustaría contestar...
Salimos con bastante retraso y con un sólo turista, yo, entre todo el pasaje. Dentro del bus hace mucho calor, pero a pesar de ello los bolivianos cargan con pesadas y pólvorientas mantas. Más tarde, a eso de la una de la mañana, cuando el bus se lleva por delante un pedrusco y se rompe en mitad de la ruta entiendo por qué. Fuera llueve a cántaros y no hay nada en kilómetros a la redonda donde refugiarse, así que toca escoger entre el acre olor a humanidad del interior o el frío del exterior.
Cinco horas de laaarga espera y otro bus llega para rescatarnos. Va tan deprisa intentando recuperar algo del tiempo perdido que temo que volvamos a salirnos de la ruta, pero afortunadamente llegamos sanos y salvos a Oruro.
Allí me alojo en el primer hotel que me encuentro nada más salir de la estación, un tres estrellas que pasa por ser de los mejores de la ciudad. Y no está mal, si no fuera porque sigue lloviendo, hace frío, y no tiene calefacción!!! Cuando explico la situación en recepción me dan otra manta y me dicen que "espere a la tarde, que con el doble acristalamiento luego se caldea". Así que, agotado, me acurruco bajo veinte kilos de ropa de cama y paso el día dormitando y viendo deportes en la ESPN. Cuando ya recuperado salgo a comer algo me encuentro con la más fea (e incluso un tanto siniestra) de todas las ciudades que he visto hasta ahora, así que no tardo mucho en regresar a la ya "caldeada" habitación a continuar con mi frenética actividad hasta la mañana siguiente, en que regreso a Chile.
Afortunadamente el camino a Iquique transcurre sin más novedad que los consabidos controles aduaneros, que en este caso, cruzando de probablemente el país más pobre de Sudamérica a probablemente el país más rico de Sudamérica, son aún más tediosos que de costumbre. El paisaje en cambio, aunque también pudiera parecerlo, no lo es en absoluto. Al menos para mí. Desde que pasamos a Chile y durante horas recorremos casi en línea recta un monótono y plano paisaje compuesto de tierra, piedras y ni el más mínimo rastro de vida. Es el Desierto de Atacama, el más seco del mundo, que según va cayendo la noche se tiñe de los increíbles colores del atradecer. Cuando llegamos a Iquique ya es de noche, y allá abajo, muy abajo, se divisan las luces de una ciudad mucho más grande de lo que yo pensaba.
Iquique se extiende en una estrecha franja de tierra, entre las peladas laderas que delimitan el desierto y las muy bravas aguas del Océano Pacífico. Por ello, y por el viento constante procedente del mar, es uno de los destinos preferidos por surferos y parapentistas de todo el mundo. Y esa es una de las cosas que me han traído aquí, volver a hacer parapente... Aunque en el albergue donde me alojo los surferos, en especial norteamericanos, ganan por aplastante mayoría. A pesar de ello el lugar es bastante agradable y está a sólo dos pasitos de una playa fantástica. Y bastante más lejos de la zona centro, de muy dudosa reputación y frecuentada por marinos y mineros locales por la abundancia de señoritas de compañía ofreciendo sus servicios.
El primer día aquí me dedico sólo a pasear y conocer la ciudad. En realidad casi se podría hablar de dos ciudades: el viejo Iquique tradicional, con sus casitas de madera traídas de Inglaterra, hoy ya envejecidas y sucias (a pesar de la interesante restauración y peatonalización de algunas calles del centro); y la zona turística a lo largo de la playa, más limpia, tranquila, y excelentemente equipada con sus paseos de maderita, sus zonas verdes, sus canchas deportivas... Ojalá muchas de las playas españolas fueran como ésta! Eso sí, el agua está bastante fría y las olas tienen una dimensión que agradará a los surfistas, pero hace un poco incómodo un simple baño.
Al día siguiente voy a hacer parapente con Philipe, un suizo casado con una chilena que tiene todo un emporio del vuelo montado en Iquique. Varios todoterrenos, un hostal para aquellos que van a hacer cursos y toda la infraestructura necesaria. Lamentablemente tengo demasiadas cosas que ver aún como para quedarme dos semanas haciendo un curso de iniciación en Iquique, pero sí tengo tiempo de pegarme un impresionante vuelo con él que dura casi cuarenta minutos. Y como le digo que ya he volado antes se anima a practicar, conmigo como pasajero, algunas piruetas que casi me hacen vomitar. Eso sí, cuando sólo planeamos, sintiendo como el viento nos marca el camino, me prometo a mí mismo que ya en España volveré a hacer parapente.
El domingo es el día de Humberstone, la otra razón por la que he venido hasta aquí. Y como llegar hasta lo que en su día fue un próspero poblado alrededor de una explotación salitrera y hoy es sólo una ciudad fantasma resulta difícil nos apuntamos a un tour. Me acompaña Litzy, úna chilena muy divertida que vive y trabaja en China y que es la única no gringa del albergue. Antes de llegar al plato fuerte visitamos un par de pueblecitos sin demasiado interés, alguna iglesia de madera con sus ámanerados santos de colorines y unas aguas termales que serían impresionantes si no estuvieran tan llenas de gente. Como más impresionante aún debe ser visitar las vacías calles de Humberstone, con su teatro, su hotel, su bar, su piscina... en absoluta soledad y sin un guía que no para de hablar. Aún así, muy recomendable.
Y hoy... bueno, hoy me he levantado tarde, he escrito algunos mails, he comido un rico ceviche y un jugo de mango, he estado leyendo un rato y me he quemado la piel en la playa durante toda la tarde. Y aún hay quién me pregunta que cuándo regreso!
Ah! y una cosa, aquellos que leen estas mis tonterías y se molestan en escribir algún comentario (gracias por hacerlo), por favor, decid quienes sois!!! Que tengo unos cuantos comentarios "anónimos" en el blog a los que me gustaría contestar...
26 febrero 2008
Potosí y Sucre
La carretera que conecta Uyuni con Potosí estará acabada en sólo un par de años, pero por ahora es sólo un kilométrico barrizal que serpentea entre imponentes montañas coronadas por una boina oscura que amenaza tormenta. El autobús se desliza lentamente, haciendo muchas más paradas de las que mi colega granadino y yo desearíamos. En cada una de ellas suben y bajan personas cargadas con voluminosos bultos que, al no tener asiento, se acomodan como buenamente pueden en el pasillo. A nuestro lado una tìpica "chola" con su bebé cargado a la espalda masca coca sin parar mientras intenta cortar unas uñas de los pies que ni de lejos conocen lo que es una pedicura.
Nada más llegar a Potosí la tormenta comienza a descargar con extrema violencia, así que tomamos un taxi para llegar a un albergue que nos han recomendado. Las empinadas calles del centro se convierten en cuestión de minutos en auténticos torrentes de agua que discurren sobre los adoquines. Hace frío, pero afortunadamente el Hostel es bastante comfortable y pillamos una habitación doble con baño privado a buen precio. Allí encontramos de nuevo a nuestros compañeros de excursión por el Salar de Uyuni: Lee, Will y Chris. Con ellos salimos a cenar algo cuando para de llover, para regresar después a echar una partida de poker en la que Miguel y yo nos resarcimos de la dolorosa derrota sufrida en días anteriores, desplumando a los herederos de Francis Drake.
Al día siguiente amanece soleado y nos vamos a visitar las minas del Cerro Rico con una de las agencias autorizadas. Junto a un nutrido grupo de gringos disfrazados de mineros vamos al mercado a comprar hojas de coca, refrescos y alcohol (de 96º!!!) que luego regalaremos a los mineros que están trabajando en el interior de la montaña. Aunque lo más sorprendente es que se pueden comprar dinamita y otros explosivos con absoluta tranquilidad. Reinaldo, el guía de los únicos tres hispano hablantes, es un exminero que se expresa con una elocuencia muy poco habitual entre sus compatriotas. Con él visitamos una rudimentaria planta de procesamiento de minerales, para poco después traspasar juntos las puertas del mismísimo infierno.
Y es que lo primero que se encuentra nada más entrar en la mina es la figura del "Tío", el diablo que habita la montaña y al que los mineros veneran para que les protega de los muy numerosos accidentes. En cuanto penetramos un poco en los oscuros túneles el oxígeno empieza a escasear, mientras el polvo y el calor son cada vez mayores. Bajamos por estrechísimos conductos, casi arrastrándonos, hasta estar a unos cincuenta metros de profundidad. Allí, con un minero que lleva más de veinte años metido en aquel agujero y su hijo de trece años, que desgraciadamente sigue sus pasos, compartimos un trago y algunas, muy escasas, palabras. No os podéis imaginar lo feliz que me siento cuando, tras casi dos horas allí metido, puedo de nuevo respirar con normalidad... y pienso en que probablemente nunca más entre en una mina.
Por la tarde nos relajamos un poco paseando por la ciudad, que aún conserva un buen número de iglesias, casonas señoriales y bonitas plazas, testimonio de lo que sin duda fueron tiempos mejores. Es sábado y, a pesar del mal tiempo, las calles están muy animadas, así que nos dejamos llevar por el gentío y paseamos por el mercado, donde la carne de llama cuelga junto a una camiseta falsa del Real Potosí y puedes beber riquísimos y baratísimos batidos de frutas (si no eres muy escrupuloso) mientras ves los últimos videoclips de los artistas locales. Difícil contener la risa para no ofender a sus fans... Tras cenar (por fin!!!) algo de pescado vamos a ver como es el ambiente nocturno, pero no tardamos ni cinco minutos en que se nos pegue un borracho, así que nos vamos prontito a descansar...
Y es que el domingo tenemos un compromiso con Reinaldo, el guía, que nos ha invitado a jugar con él y los otros guías un partido de fútbol. Nos encontramos con ellos en la puerta de la agencia y en un minibus nos vamos a Talampaya, a unos veinte kilómetros de Potosí. Somos los únicos no bolivianos, lo que nos asusta un poco por como nos afectará la altitud. Pero pasados los primeros minutos de asfixia total y una vez acostumbrados al barro y las piedras los gringos comenzamos a demostrar nuestra calidad y nusetro equipo vence por un claro 5 a 1 con dos goles de un servidor a la salida de sendos corners. Algo que no tiene mucho mérito, porque le saco un palmo a todos y además les da miedo dar al balón de cabeza, pero que me quiten mi minuto de gloria...
Una vez roto el hielo sobre el terreno de juego nos vamos a comer con todos a casa de uno de ellos, situada muy cerca del campo y donde su mujer ha preparado una enorme cacerola de pasta con carne, queso... y patatas! Y de allí a las termas cercanas, donde nos bañamos en aguas por encima de 30 grados ante las miradas curiosas de los locales, poco acostumbradas a tal cantidad de vello corporal. Incluso nuestros compañeros de equipo, animados por los copazos que ya han empezado a tomar sin ni siquiera salir del agua, nos bautizan entre risas como los "spanish monkey men". Ya contentillos, la vuelta a la ciudad transcurre entre muchas risas y aún más tragos, pero viendo el ya avanzado estado etílico de muchos de ellos decidimos retirarnos prudentemente antes de estropear uno de los mejores días vividos en todos estos meses.
El domingo desayunamos como reyes en un café de la plaza y después visitamos la muy recomendable Casa de la Moneda, donde entre pinturas, restos arqueológicos, viejas monedas y otros objetos destacan los impresionantes ingenios de madera tirados por mulas que se usaban para laminar la plata. A mediodía partimos hacia la vecina Sucre en un viajecito de apenas tres horas por la primera carretera asfaltada que encuentro en Bolivia. A lo largo del camino parece que la tierra vuelve a respirar y poco a poco va apareciendo más vegetación e incluso alguno de esos árboles que ya casi ni recordábamos. Y al llegar a la ciudad, algunos signos de "civilización" que tampoco habíamos visto en el Sur del país.
Nos alojamos en un hostel cercano a la estación. Es una gran casona con terraza, jardín y un estupendo comedor estilo Rococó donde nada más llegar nos unimos a un ruidoso grupo que pasa la lluviosa tarde bebiendo vino. Son dos simpáticos israelíes que confirman la regla, una pareja canadiense, un danés, un italiano y dos francesas loquísimas que viajan acompañadas de su guitarra y su acordeón y que nos ofrecen un improvisado concierto como bienvenida. Pero mi favorito es un holandés de unos 40 tacos que está viajando en una motillo de 125 cc. que se compró en Buenos Aires, donde previamente se sacó el carnet para poder conducirla. Aunque ya antes había viajado por Africa en una scooter, por Mongolia en bicicleta, y no se cuantas cosas más. Vamos,un crack!
En Sucre nos dedicamos bàsicamente a relajarnos y descansar nuestro maltrecho cuerpo tras la intensa experiencia potosína. Y así, entre paseos por las callejuelas de aire colonial, cafecitos en alguno de los agradables bares del centro, una visita al cine para ver un estupendo documental sobre la vida en las minas de potosí (Devil`s Miner, por si a alguien le interesa...) y alguna juerguecilla nocturna con nuestros compañeros de hostel, se pasan los últimos días que comparto con Miguel. Han sido muchos, y aunque en parte tengo ganas de volver a estar solo, creo que en los próximos días echaré de menos a mi nuevo amigo, que ya se ha ido rumbo a La Paz.
Yo, mientras ahí fuera llueve a cántaros, espero un autobús que me dejará en Oruro a la muy recomendable hora de las cinco de la mañana...
Nada más llegar a Potosí la tormenta comienza a descargar con extrema violencia, así que tomamos un taxi para llegar a un albergue que nos han recomendado. Las empinadas calles del centro se convierten en cuestión de minutos en auténticos torrentes de agua que discurren sobre los adoquines. Hace frío, pero afortunadamente el Hostel es bastante comfortable y pillamos una habitación doble con baño privado a buen precio. Allí encontramos de nuevo a nuestros compañeros de excursión por el Salar de Uyuni: Lee, Will y Chris. Con ellos salimos a cenar algo cuando para de llover, para regresar después a echar una partida de poker en la que Miguel y yo nos resarcimos de la dolorosa derrota sufrida en días anteriores, desplumando a los herederos de Francis Drake.
Al día siguiente amanece soleado y nos vamos a visitar las minas del Cerro Rico con una de las agencias autorizadas. Junto a un nutrido grupo de gringos disfrazados de mineros vamos al mercado a comprar hojas de coca, refrescos y alcohol (de 96º!!!) que luego regalaremos a los mineros que están trabajando en el interior de la montaña. Aunque lo más sorprendente es que se pueden comprar dinamita y otros explosivos con absoluta tranquilidad. Reinaldo, el guía de los únicos tres hispano hablantes, es un exminero que se expresa con una elocuencia muy poco habitual entre sus compatriotas. Con él visitamos una rudimentaria planta de procesamiento de minerales, para poco después traspasar juntos las puertas del mismísimo infierno.
Y es que lo primero que se encuentra nada más entrar en la mina es la figura del "Tío", el diablo que habita la montaña y al que los mineros veneran para que les protega de los muy numerosos accidentes. En cuanto penetramos un poco en los oscuros túneles el oxígeno empieza a escasear, mientras el polvo y el calor son cada vez mayores. Bajamos por estrechísimos conductos, casi arrastrándonos, hasta estar a unos cincuenta metros de profundidad. Allí, con un minero que lleva más de veinte años metido en aquel agujero y su hijo de trece años, que desgraciadamente sigue sus pasos, compartimos un trago y algunas, muy escasas, palabras. No os podéis imaginar lo feliz que me siento cuando, tras casi dos horas allí metido, puedo de nuevo respirar con normalidad... y pienso en que probablemente nunca más entre en una mina.
Por la tarde nos relajamos un poco paseando por la ciudad, que aún conserva un buen número de iglesias, casonas señoriales y bonitas plazas, testimonio de lo que sin duda fueron tiempos mejores. Es sábado y, a pesar del mal tiempo, las calles están muy animadas, así que nos dejamos llevar por el gentío y paseamos por el mercado, donde la carne de llama cuelga junto a una camiseta falsa del Real Potosí y puedes beber riquísimos y baratísimos batidos de frutas (si no eres muy escrupuloso) mientras ves los últimos videoclips de los artistas locales. Difícil contener la risa para no ofender a sus fans... Tras cenar (por fin!!!) algo de pescado vamos a ver como es el ambiente nocturno, pero no tardamos ni cinco minutos en que se nos pegue un borracho, así que nos vamos prontito a descansar...
Y es que el domingo tenemos un compromiso con Reinaldo, el guía, que nos ha invitado a jugar con él y los otros guías un partido de fútbol. Nos encontramos con ellos en la puerta de la agencia y en un minibus nos vamos a Talampaya, a unos veinte kilómetros de Potosí. Somos los únicos no bolivianos, lo que nos asusta un poco por como nos afectará la altitud. Pero pasados los primeros minutos de asfixia total y una vez acostumbrados al barro y las piedras los gringos comenzamos a demostrar nuestra calidad y nusetro equipo vence por un claro 5 a 1 con dos goles de un servidor a la salida de sendos corners. Algo que no tiene mucho mérito, porque le saco un palmo a todos y además les da miedo dar al balón de cabeza, pero que me quiten mi minuto de gloria...
Una vez roto el hielo sobre el terreno de juego nos vamos a comer con todos a casa de uno de ellos, situada muy cerca del campo y donde su mujer ha preparado una enorme cacerola de pasta con carne, queso... y patatas! Y de allí a las termas cercanas, donde nos bañamos en aguas por encima de 30 grados ante las miradas curiosas de los locales, poco acostumbradas a tal cantidad de vello corporal. Incluso nuestros compañeros de equipo, animados por los copazos que ya han empezado a tomar sin ni siquiera salir del agua, nos bautizan entre risas como los "spanish monkey men". Ya contentillos, la vuelta a la ciudad transcurre entre muchas risas y aún más tragos, pero viendo el ya avanzado estado etílico de muchos de ellos decidimos retirarnos prudentemente antes de estropear uno de los mejores días vividos en todos estos meses.
El domingo desayunamos como reyes en un café de la plaza y después visitamos la muy recomendable Casa de la Moneda, donde entre pinturas, restos arqueológicos, viejas monedas y otros objetos destacan los impresionantes ingenios de madera tirados por mulas que se usaban para laminar la plata. A mediodía partimos hacia la vecina Sucre en un viajecito de apenas tres horas por la primera carretera asfaltada que encuentro en Bolivia. A lo largo del camino parece que la tierra vuelve a respirar y poco a poco va apareciendo más vegetación e incluso alguno de esos árboles que ya casi ni recordábamos. Y al llegar a la ciudad, algunos signos de "civilización" que tampoco habíamos visto en el Sur del país.
Nos alojamos en un hostel cercano a la estación. Es una gran casona con terraza, jardín y un estupendo comedor estilo Rococó donde nada más llegar nos unimos a un ruidoso grupo que pasa la lluviosa tarde bebiendo vino. Son dos simpáticos israelíes que confirman la regla, una pareja canadiense, un danés, un italiano y dos francesas loquísimas que viajan acompañadas de su guitarra y su acordeón y que nos ofrecen un improvisado concierto como bienvenida. Pero mi favorito es un holandés de unos 40 tacos que está viajando en una motillo de 125 cc. que se compró en Buenos Aires, donde previamente se sacó el carnet para poder conducirla. Aunque ya antes había viajado por Africa en una scooter, por Mongolia en bicicleta, y no se cuantas cosas más. Vamos,un crack!
En Sucre nos dedicamos bàsicamente a relajarnos y descansar nuestro maltrecho cuerpo tras la intensa experiencia potosína. Y así, entre paseos por las callejuelas de aire colonial, cafecitos en alguno de los agradables bares del centro, una visita al cine para ver un estupendo documental sobre la vida en las minas de potosí (Devil`s Miner, por si a alguien le interesa...) y alguna juerguecilla nocturna con nuestros compañeros de hostel, se pasan los últimos días que comparto con Miguel. Han sido muchos, y aunque en parte tengo ganas de volver a estar solo, creo que en los próximos días echaré de menos a mi nuevo amigo, que ya se ha ido rumbo a La Paz.
Yo, mientras ahí fuera llueve a cántaros, espero un autobús que me dejará en Oruro a la muy recomendable hora de las cinco de la mañana...
21 febrero 2008
Salar de Uyuni
Acabo de llegar a Potosí, la ciudad ubicada a más altura de todo el planeta, y la màs rica en tiempos de la dominación española. Aunque por lo que he visto en el poco rato que llevo aquí, nada queda del antiguo esplendor salvo las viejas casonas de aire colonial. El viaje desde Uyuni no ha sido demasiado pesado, a pesar de cuatro bolivianos borrachos que viajaban en la parte de atrás del bus y de que el camino estaba bastante embarrado. Allì, en Uyuni, descansé anoche después de cuatro días de "penurias" a través de más de 1000 kilómetros de los más increíbles paisajes que hayan visto mis ojos.
Pero la travesía por el desierto comenzó en Tupiza, donde me apunto a una excursión en 4x4 que nos llevará al famoso Salar despuès de recorrer toda la zona SurOeste de Bolivia. Mis compañeros de viaje son Miguel, un informático granadino que despuès de dos años en Dublín habla mejor inglés que castellano; y Lee, Will y Chris, tres inglesitos que a pesar de su tierna edad (el mayor tiene 25) resultan unos muy agradables, aunque en ocasiones demasiado "civilizados", compañeros de viaje. A los mandos del viejo Toyota el señor Urbano, nuestro chofer y guía; y a su derecha Teófila, su esposa, la que será nuestra cocinera durante todo el trayecto.
Así que, una vez cargadas nuestras pesadas mochilas en el techo del vehículo partimos rumbo hacia el Oeste, en dirección a la frontera chilena. Nada más salir de Tupiza el camino comienza a empinarse de manera espectacular y enseguida estamos por encima de los cuatro mil metros, así que mascamos unas hojas de coca para ir aclimatándonos. El camino es muy malo, pero las vistas son absolutamente increíbles y a cada poco pedimos a nuestro guìa que pare para tomar una foto de alguna extraña formación rocosa, del volcán que se ve allá a lo lejos o de aquella mina abandonada que parece imposible pueda estar allí.
Pasamos muchas horas sobre ruedas ese primer día hasta llegar a nuestro primer campamento. Es apenas un barracón de adobe con un techo de chapa y seis desnudos camastros. Por supuesto no hay agua corriente y el baño es muy precario, pero poder ver aquel cielo estrellado en medio de ese pueblo casi desierto compensa cualquier carencia. Cenamos mucho mejor de lo esperado, como en todo el resto del viaje, y nos vamos a dormir bien temprano. Hace un poco de frío y la cama es muy dura, pero dormimos bien... hasta que Lee se levanta vomitando por culpa del mal de altura, algo que le acompañará durante todo el viaje, y también a alguno de los otros.
Yo afortunadamente sólo sufro un muy leve dolor de cabeza.
Al día siguiente nos levantamos bien temprano y tras un reparador mate de coca seguimos camino. El viaje es largo y pesado, pero cuando llegamos a la Laguna Colorada apenas podemos cerrar la boca del asombro. Una enorme extensión de agua de un color rojo oscuro refleja como un espejo las enormes montañas que la circundan. Sobre ella, miles de flamencos de un intenso color rosa se alimentan tranquilamente con lo poco que pueden ofrecer aquellas aguas. Continuamos camino y llegamos a la Laguna Verde, situada justo bajo un imponente volcán de casi 6000 metros de altura. Allí en invierno se registra temperaturas por debajo de veinte bajo cero. Esa noche no llegamos a tanto, pero si pasamos frío en un alojamiento aún más básico que el del día anterior. Para colmo, esta noche le toca a Miguel sufrir el "soroche".
El tercer día de viaje nuestro cuerpo parece ya haberse habituado a la altitud y a los baches del camino. Este se vuelve un poco más llano cuando enfilamos hacia el Norte, pero el paisaje se va volviendo cada vez más sorprendente. Una enorme extensión donde no crece nada de nada se abre ante nosotros. A lo lejos, imponentes picos nevados contrastan enormemente con el rojo del desierto. De vez en cuando, una de esas rocas casi líquidas que parecen salidas de un cuadro de Dalí le añaden un toque aún más surrealista a la escena. Como lo son los geyseres y fumarolas que también visitamos, y que parecen la puerta de acceso al mismísimo infierno. Allí cerca nos bañamos en unas aguas termales a más de 30 grados mientras comienza a nevar sobre nuestras cabezas. Alucinante!
El último día, después de aclimatarnos tras pasar la noche en un "hotel" integramente construído con sal vamos al Salar de Uyuni. Lamentablemente ha llovido bastante y tiene más agua de lo normal, así que no podemos recorrerlo en su totalidad. Aún así es absolutamente espectacular. Subidos al techo del 4x4, con las ruedas de èste sumergidas en agua hasta la mitad, recorremos la extensísima, blanquísima y planísima superficie del salar, solo interrumpida por cónicos montoncitos de sal que, reflejados en el agua, parecen diamantes. Podrían perfectamente ilustrar la portada de algún disco de Pink Floyd...
Y por si todo lo visto anteriormente no nos había parecido suficientemente lisérgico, antes de llegar a Uyuni paramos en un cementerio de trenes que bien podía ser el escenario de La Matanza de Texas III o de la peor de tus pesadillas.
Por fin llegamos a la ciudad, satisfechos de la experiencia pero agotados y oliendo a perro muerto después de semejante viaje. Y allí nos despedimos de nuestros guías, quienes, cuando les damos una propina mayor de lo que cobran por los cuatro dias lejos de sus seis hijos, parecen abandonar por un momento ese mutismo mezcla de timidez y desconfianza que siempre les acompaña. Como a casi todos los bolivianos...
Pero la travesía por el desierto comenzó en Tupiza, donde me apunto a una excursión en 4x4 que nos llevará al famoso Salar despuès de recorrer toda la zona SurOeste de Bolivia. Mis compañeros de viaje son Miguel, un informático granadino que despuès de dos años en Dublín habla mejor inglés que castellano; y Lee, Will y Chris, tres inglesitos que a pesar de su tierna edad (el mayor tiene 25) resultan unos muy agradables, aunque en ocasiones demasiado "civilizados", compañeros de viaje. A los mandos del viejo Toyota el señor Urbano, nuestro chofer y guía; y a su derecha Teófila, su esposa, la que será nuestra cocinera durante todo el trayecto.
Así que, una vez cargadas nuestras pesadas mochilas en el techo del vehículo partimos rumbo hacia el Oeste, en dirección a la frontera chilena. Nada más salir de Tupiza el camino comienza a empinarse de manera espectacular y enseguida estamos por encima de los cuatro mil metros, así que mascamos unas hojas de coca para ir aclimatándonos. El camino es muy malo, pero las vistas son absolutamente increíbles y a cada poco pedimos a nuestro guìa que pare para tomar una foto de alguna extraña formación rocosa, del volcán que se ve allá a lo lejos o de aquella mina abandonada que parece imposible pueda estar allí.
Pasamos muchas horas sobre ruedas ese primer día hasta llegar a nuestro primer campamento. Es apenas un barracón de adobe con un techo de chapa y seis desnudos camastros. Por supuesto no hay agua corriente y el baño es muy precario, pero poder ver aquel cielo estrellado en medio de ese pueblo casi desierto compensa cualquier carencia. Cenamos mucho mejor de lo esperado, como en todo el resto del viaje, y nos vamos a dormir bien temprano. Hace un poco de frío y la cama es muy dura, pero dormimos bien... hasta que Lee se levanta vomitando por culpa del mal de altura, algo que le acompañará durante todo el viaje, y también a alguno de los otros.
Yo afortunadamente sólo sufro un muy leve dolor de cabeza.
Al día siguiente nos levantamos bien temprano y tras un reparador mate de coca seguimos camino. El viaje es largo y pesado, pero cuando llegamos a la Laguna Colorada apenas podemos cerrar la boca del asombro. Una enorme extensión de agua de un color rojo oscuro refleja como un espejo las enormes montañas que la circundan. Sobre ella, miles de flamencos de un intenso color rosa se alimentan tranquilamente con lo poco que pueden ofrecer aquellas aguas. Continuamos camino y llegamos a la Laguna Verde, situada justo bajo un imponente volcán de casi 6000 metros de altura. Allí en invierno se registra temperaturas por debajo de veinte bajo cero. Esa noche no llegamos a tanto, pero si pasamos frío en un alojamiento aún más básico que el del día anterior. Para colmo, esta noche le toca a Miguel sufrir el "soroche".
El tercer día de viaje nuestro cuerpo parece ya haberse habituado a la altitud y a los baches del camino. Este se vuelve un poco más llano cuando enfilamos hacia el Norte, pero el paisaje se va volviendo cada vez más sorprendente. Una enorme extensión donde no crece nada de nada se abre ante nosotros. A lo lejos, imponentes picos nevados contrastan enormemente con el rojo del desierto. De vez en cuando, una de esas rocas casi líquidas que parecen salidas de un cuadro de Dalí le añaden un toque aún más surrealista a la escena. Como lo son los geyseres y fumarolas que también visitamos, y que parecen la puerta de acceso al mismísimo infierno. Allí cerca nos bañamos en unas aguas termales a más de 30 grados mientras comienza a nevar sobre nuestras cabezas. Alucinante!
El último día, después de aclimatarnos tras pasar la noche en un "hotel" integramente construído con sal vamos al Salar de Uyuni. Lamentablemente ha llovido bastante y tiene más agua de lo normal, así que no podemos recorrerlo en su totalidad. Aún así es absolutamente espectacular. Subidos al techo del 4x4, con las ruedas de èste sumergidas en agua hasta la mitad, recorremos la extensísima, blanquísima y planísima superficie del salar, solo interrumpida por cónicos montoncitos de sal que, reflejados en el agua, parecen diamantes. Podrían perfectamente ilustrar la portada de algún disco de Pink Floyd...
Y por si todo lo visto anteriormente no nos había parecido suficientemente lisérgico, antes de llegar a Uyuni paramos en un cementerio de trenes que bien podía ser el escenario de La Matanza de Texas III o de la peor de tus pesadillas.
Por fin llegamos a la ciudad, satisfechos de la experiencia pero agotados y oliendo a perro muerto después de semejante viaje. Y allí nos despedimos de nuestros guías, quienes, cuando les damos una propina mayor de lo que cobran por los cuatro dias lejos de sus seis hijos, parecen abandonar por un momento ese mutismo mezcla de timidez y desconfianza que siempre les acompaña. Como a casi todos los bolivianos...
16 febrero 2008
Tupiza
Tengo el culo roto. Y no, no he sido atacado por una horda de bolivianos sodomitas.
De hecho casi tengo màs rotos aùn los riñones. Y es que ayer me pasè todo el dìa jugando a los cowboys en los increìbles alrededores de Tupiza, un pueblo que parece salido de alguno de esos spaguetti-western psicodèlicos de los años 70. Eso sì, a pesar de las agüjetas, disfrutè como un enano. Tanto que hoy, para sustituir a mi extraviada gorra (toquemos madera, que es lo primero que pierdo...), me he comprado en un mercadillo un precioso sombrero de cowboy. Làstima que descubrir en su interior una brillante etiqueta que reza "made in China" me haya restado un poco del entusiasmo inicial. Cosas de la globalizaciòn...
Pero el ingreso en Bolivia no fuè ni mucho menos tan fàcil. Salgo de La Quiaca y mochila al hombro recorro los escasos 800 metros que me separan del puesto fronterizo. Centenares de personas se agolpan frente a una pequeña garita formando algo parecido a una cola. Temièndome lo peor pregunto al guardia que supuestamente organiza aquel caos y, efectivamente, me confirma que debo esperar mi turno para los tràmites pertinentes. Asì que resignado, paso casi dos horas a pleno sol viendo como sobre un puente situado apenas a cincuenta metros no paran de entrar y salir del paìs personas con enormes fardos a su espalda. Surrealista.
Aunque màs surrealista es cuando el amable funcionario que tiene que sellar mi pasaporte me dice que yo no tengo que hacer esa cola, si no ir a la ventanilla de al lado, donde no hay absolutamente nadie. Y mira que insistì varias veces al cabròn del policìa!!! Pero bueno, ya estoy en Villazòn, Bolivia, y lo primero que me encuentro es una larga calle llena de tiendas de baratijas, casas de cambio y vendedores ambulantes de, supongo, artìculos de contrabando. Camino sin distraerme hasta la estaciòn de tren, que parece sacada de una peli española ambientada en la guerra civil. Los horarios y precios estàn escritos en una pizarra, pero para Tupiza està todo vendido y no hay otro tren hasta el sàbado.
Asì que doy media vuelta y, con el calor apretando y tragando el polvo que lo llena todo, camino hacia la terminal de autobuses. La palabra cutre se queda muy, muy corta para describir la estaciòn, pero afortunadamente hay un bus a Tupiza a las tres. Con la diferencia horaria entre Bolivia y Argentina tengo que esperar casi cuatro horas, pero al menos me guardan la mochila y puedo ir a dar una vuelta por el pueblo. Una señora con su bombìn, sus trenzas, su falda con vuelo y sus cientos de capas de ropa (con el calor que hace!) me ofrece un zumo de naranja recièn exprimido que me sabe a gloria por menos de medio euro. Y pensar que en Argentina eran siempre de polvitos...
Y claro, lo màs animado a esa hora de la mañana es el mercado. Todas las calles aledañas estàn llenas de mujeres ataviadas con el mismo tipo de ropajes vendiendo cualquier cosa que se pueda imaginar. Pero el shock al entrar al mercado es grande. Un montòn de puestos pequeñìsimos, unos pasillos por los que apenas caben dos personas a la vez, y un olor a carne muerta que casi me dan ganas de salir corriendo. En lugar de eso intento sacar unas fotos, pero una de las vendedoras comienza a arrojarme su mercaderìa, que afortunadamente son semillas de no se què...
y a amenazarme con llamar a sus hijos para que me quiten la càmara sino dejo de hacerlo. Argumento ante el cual doy la razòn a la señora y abandono ràpidamente el lugar.
Ya en la estaciòn vuelvo a tener un pequeño altercado con un tipo que quiere cobrarme la "tasa de uso de terminal" antes de subir al destartalado bus. Pero antes de quedarme en tierra decido pagar los veinticico cèntimos del "impuesto revolucionario" exclusivo para guiris. El viaje en sì es infernal. Polvo y màs polvo, calor, baches y paradas y màs paradas en los lugares aparentemente màs remotos para que suban y bajen personas cargadas con montones de bolsas, cajas y grandes sacos. Afortunadamente no hay rastro de cabras u otros animales domèsticos, aunque el olor animal en el interior del "colectivo" es igualmente fuerte.
Pero llego a Tupiza y todo cambia. En la estaciòn los dueños de los hostales estàn esperando a los turistas para ofrecer sus alojamientos y enseguida encuentro uno bastante decente a un precio casi irrisorio. Eso sì, el papel higiènico no està incluìdo y los baños son a compartir. Pero la habitaciòn resulta acogedora.
Los mismos hostales organizan tambièn tours a caballo, en bicicleta o en 4x4 para recorrer la zona, y enseguida me apunto a uno para el dìa siguiente. Me acompañan cinco miembros del "Club de señoritas con sobrepeso de Tel-Aviv", que hacen sufrir considerablemente a los pobres -y muy menudos- guìas para ayudarlas a subir a los caballos.
Y siguen hacièndonos sufrir, a ellos y a mì, con sus gritos histèricos y sus ininterrumpidas canciones en hebreo, durante todo el trayecto.
Mi xenofobia selectiva està a punto de desbordarse cuando uno de los guìas me sugiere que nos adelantemos. Pasamos, en un bendito y completo silencio, por la Puerta del Diablo rumbo al Cañòn del Inca, y allì, junto a un pequeño arroyo, esperamos a que llegue el resto del grupo. Mientras comemos, algo espanta a los caballos y los guìas salen corriendo tras ellos. Durante el largo rato que tardan en volver intento tranquilizar a las nerviosas israelìes, pero no hay caso, desisto.
Asì que a la vuelta Clemente, el guía, y yo tomamos de nuevo la delantera, galopando incluso hasta que me acuerdo de Cristopher Reeve y le pido que pare.
Y asì hoy me he dedicado a recuperarme de mis dolores. Algo extraño teniendo en cuenta que he ido a ver la vista de Tupiza desde el cercano Cerro de la Cruz y a poco fallezco en el camino. Què subidita! Y còmo se notan los 3000 metros de altura! (o eso me digo yo para justificar tan baja forma fìsica)
Eso sì, màs duro aùn ha sido encontrar un lugar donde tomar un cafè cuando he regresado de la caminata. Cosas de Bolivia...
Y mañana me voy en una excursiòn de cuatro dìas en todoterreno a recorrer el Salar de Uyuni, uno de los lugares a los que, por lo escuchado hasta ahora,le tengo màs ganas. Ya os contaré...
De hecho casi tengo màs rotos aùn los riñones. Y es que ayer me pasè todo el dìa jugando a los cowboys en los increìbles alrededores de Tupiza, un pueblo que parece salido de alguno de esos spaguetti-western psicodèlicos de los años 70. Eso sì, a pesar de las agüjetas, disfrutè como un enano. Tanto que hoy, para sustituir a mi extraviada gorra (toquemos madera, que es lo primero que pierdo...), me he comprado en un mercadillo un precioso sombrero de cowboy. Làstima que descubrir en su interior una brillante etiqueta que reza "made in China" me haya restado un poco del entusiasmo inicial. Cosas de la globalizaciòn...
Pero el ingreso en Bolivia no fuè ni mucho menos tan fàcil. Salgo de La Quiaca y mochila al hombro recorro los escasos 800 metros que me separan del puesto fronterizo. Centenares de personas se agolpan frente a una pequeña garita formando algo parecido a una cola. Temièndome lo peor pregunto al guardia que supuestamente organiza aquel caos y, efectivamente, me confirma que debo esperar mi turno para los tràmites pertinentes. Asì que resignado, paso casi dos horas a pleno sol viendo como sobre un puente situado apenas a cincuenta metros no paran de entrar y salir del paìs personas con enormes fardos a su espalda. Surrealista.
Aunque màs surrealista es cuando el amable funcionario que tiene que sellar mi pasaporte me dice que yo no tengo que hacer esa cola, si no ir a la ventanilla de al lado, donde no hay absolutamente nadie. Y mira que insistì varias veces al cabròn del policìa!!! Pero bueno, ya estoy en Villazòn, Bolivia, y lo primero que me encuentro es una larga calle llena de tiendas de baratijas, casas de cambio y vendedores ambulantes de, supongo, artìculos de contrabando. Camino sin distraerme hasta la estaciòn de tren, que parece sacada de una peli española ambientada en la guerra civil. Los horarios y precios estàn escritos en una pizarra, pero para Tupiza està todo vendido y no hay otro tren hasta el sàbado.
Asì que doy media vuelta y, con el calor apretando y tragando el polvo que lo llena todo, camino hacia la terminal de autobuses. La palabra cutre se queda muy, muy corta para describir la estaciòn, pero afortunadamente hay un bus a Tupiza a las tres. Con la diferencia horaria entre Bolivia y Argentina tengo que esperar casi cuatro horas, pero al menos me guardan la mochila y puedo ir a dar una vuelta por el pueblo. Una señora con su bombìn, sus trenzas, su falda con vuelo y sus cientos de capas de ropa (con el calor que hace!) me ofrece un zumo de naranja recièn exprimido que me sabe a gloria por menos de medio euro. Y pensar que en Argentina eran siempre de polvitos...
Y claro, lo màs animado a esa hora de la mañana es el mercado. Todas las calles aledañas estàn llenas de mujeres ataviadas con el mismo tipo de ropajes vendiendo cualquier cosa que se pueda imaginar. Pero el shock al entrar al mercado es grande. Un montòn de puestos pequeñìsimos, unos pasillos por los que apenas caben dos personas a la vez, y un olor a carne muerta que casi me dan ganas de salir corriendo. En lugar de eso intento sacar unas fotos, pero una de las vendedoras comienza a arrojarme su mercaderìa, que afortunadamente son semillas de no se què...
y a amenazarme con llamar a sus hijos para que me quiten la càmara sino dejo de hacerlo. Argumento ante el cual doy la razòn a la señora y abandono ràpidamente el lugar.
Ya en la estaciòn vuelvo a tener un pequeño altercado con un tipo que quiere cobrarme la "tasa de uso de terminal" antes de subir al destartalado bus. Pero antes de quedarme en tierra decido pagar los veinticico cèntimos del "impuesto revolucionario" exclusivo para guiris. El viaje en sì es infernal. Polvo y màs polvo, calor, baches y paradas y màs paradas en los lugares aparentemente màs remotos para que suban y bajen personas cargadas con montones de bolsas, cajas y grandes sacos. Afortunadamente no hay rastro de cabras u otros animales domèsticos, aunque el olor animal en el interior del "colectivo" es igualmente fuerte.
Pero llego a Tupiza y todo cambia. En la estaciòn los dueños de los hostales estàn esperando a los turistas para ofrecer sus alojamientos y enseguida encuentro uno bastante decente a un precio casi irrisorio. Eso sì, el papel higiènico no està incluìdo y los baños son a compartir. Pero la habitaciòn resulta acogedora.
Los mismos hostales organizan tambièn tours a caballo, en bicicleta o en 4x4 para recorrer la zona, y enseguida me apunto a uno para el dìa siguiente. Me acompañan cinco miembros del "Club de señoritas con sobrepeso de Tel-Aviv", que hacen sufrir considerablemente a los pobres -y muy menudos- guìas para ayudarlas a subir a los caballos.
Y siguen hacièndonos sufrir, a ellos y a mì, con sus gritos histèricos y sus ininterrumpidas canciones en hebreo, durante todo el trayecto.
Mi xenofobia selectiva està a punto de desbordarse cuando uno de los guìas me sugiere que nos adelantemos. Pasamos, en un bendito y completo silencio, por la Puerta del Diablo rumbo al Cañòn del Inca, y allì, junto a un pequeño arroyo, esperamos a que llegue el resto del grupo. Mientras comemos, algo espanta a los caballos y los guìas salen corriendo tras ellos. Durante el largo rato que tardan en volver intento tranquilizar a las nerviosas israelìes, pero no hay caso, desisto.
Asì que a la vuelta Clemente, el guía, y yo tomamos de nuevo la delantera, galopando incluso hasta que me acuerdo de Cristopher Reeve y le pido que pare.
Y asì hoy me he dedicado a recuperarme de mis dolores. Algo extraño teniendo en cuenta que he ido a ver la vista de Tupiza desde el cercano Cerro de la Cruz y a poco fallezco en el camino. Què subidita! Y còmo se notan los 3000 metros de altura! (o eso me digo yo para justificar tan baja forma fìsica)
Eso sì, màs duro aùn ha sido encontrar un lugar donde tomar un cafè cuando he regresado de la caminata. Cosas de Bolivia...
Y mañana me voy en una excursiòn de cuatro dìas en todoterreno a recorrer el Salar de Uyuni, uno de los lugares a los que, por lo escuchado hasta ahora,le tengo màs ganas. Ya os contaré...
11 febrero 2008
Salta y Jujuy
Estoy tan a gusto en Cachi que me quedo dormido y pierdo el bus de las nueve. Y no hay otro hasta las tres, asì que no me queda màs remedio que desayunar tranquilamente, pasear por el pueblo y sentarme a leer bajo la sombra de las palmeras de la plaza. Todo muy estresante...
El bus, que debe ser màs o menos de la època colonial, llega fatigado pero puntual a la cita con sus variopintos ocupantes: mochileros internacionales, indìgenas locales con hatillos de cueros y telas, y un insufrible grupito de hyppies cantores.
Tapándome los ojos introduzco mi negra mochila en las tripas del dinosaurio, cubiertas por un dedo de espeso polvo amarillo, para partir rumbo a Salta.
El trayecto es una vez más acojonante, aunque en esta ocasión también en sentido literal. Primero atravesamos el Parque Natural de los Cardones, donde miles de esos cactus que me tienen embobado se yerguen orgullosos como vigías del paisaje. Pero la carretera comienza a empinarse y el sol a cubrirse por una niebla espesa, y cuando llegamos a lo alto de la Cuesta del Obispo ya hace un frío considerable. Allí comienza un vertiginoso descenso a través de infinitas curvas que, en ocasiones, se ven atravesadas por las torrenteras que bajan de las montañas y que, eso sí, nos brindan un paisaje de una belleza indescriptible.
Llego a Salta sin mayor novedad y, aprovechando que pagan ellos, tomo un taxi para llegar a un Hostel recomendado por un tocayo valenciano que encontré en Cachi. Pero el coche es muy viejo y tengo que bajar un par de veces a empujarlo, no sin cierto temor de que el tipo se fugue con mis cosas. Para colmo está empezando a chispear y la cama que se supone tenía reservada está justo en el centro de una destartalada habitación, rodeada de otras ocho literas. Como no tienen otra decido marcharme no sin que antes me reclamen los cinco pesos de la la carrera del taxi. Empiezo a estar un poco cabreado, pero no tengo ganas de discutir por un euro y me voy a buscar un alojamiento mejor... justo cuando comienza a diluviar. Bueno, pienso, al menos se limpiará mi mochila!
Afortunadamente no tardo mucho en encontrar un albergue con bastante buena pinta y allí me quedo. Tomo una ducha caliente, pido unas empanadas para cenar (no hay quien salga a la calle con esa lluvia torrencial) y me quedo allí charlando con otros huéspedes hasta la hora de dormir. Pero allí no acaban mis desgracias y por la noche siento que no puedo parar de rascarme. No sé si ya estoy obsesionado con las pulgas o que la tormenta no me deja dormir, pero cuando amanezco estoy hecho un monstruo. Peor incluso que la otra vez! Así que estallo, amenazo a la gente del hostel con demandarles y me voy sin pagar a buscar un hotel decente y luego un buen médico.
Uno y otro me destrozan un poco más si cabe el presupuesto, pero al menos puedo decansar tranquilo sabiendo que lo que tengo es una reacción alérgica a... no sé el qué! Así que paso el viernes sin salir mucho más que a ponerme inyecciones de antihistamínicos y a aprovechar los escasos ratos sin lluvia para hacer un poco de turismo. Y a pesar de que mi estado anímico no es el ideal, Salta me parece una ciudad muy bonita, con un aire colonial mucho mayor que otras ciudades argentinas y una clara influencia española patente en la preciosa plaza central porticada y en las muy numerosas iglesias, muchas de ellas tan "kitsch" que hasta tienen su atractivo.
Pero a pesar de la lluvia y de mis granos, aún tengo tiempo durante el fin de semana de subir con el teleférico a un cerro cecano a disfrutar de la vista de la ciudad; a visitar un excelente museo privado, en el que una guapísima señora muestra personalmente la colección de arte indígena que ha ido construyendo a lo largo de toda una vida de viajes por Latinoamérica; a cenar en el extrañísimo restaurante de un libanés que no tiene nada para comer pero me invita a beber "fernet-cola" con él; y hasta a asistir a uno de los muchos espectáculos folclóricos de la animada noche salteña. Así que visto en perspectiva, la estancia en Salta tampoco estuvo tan mal!
El lunes temprano llego a la estación sin tener muy claro aún mi destino. La opción Paraguay, visto ya Iguazú parece sin mucho sentido; y el norte de Chile estaría bien si pudiera tomar el famoso Tren de las Nubes, pero como no funciona hace tiempo... Así que decido seguir hacia el norte rumbo a Bolivia, saltándome en el camino la ciudad de Salvador de Jujuy, de la que no tengo muy buena referencias.
La primera parada es Tilcara, un pequeño pueblo de calles povorientas, casas de adobe y población ya mayoritariamente indígena, que sorprendentemente ofrece un buen montón de alojamientos y restaurantes de buen nivel. Allí me quedo en una cabañita preciosa, pero al día siguiente decido continuar.
La siguiente parada es Humahuaca, el pueblo que da nombre a toda la Quebrada. Es del mismo estilo que Tilcara pero algo más grande y con las calles principales empedradas. Un enorme monumento a la independencia (algún día habría de tratar aquí el absurdo patrioterismo argentino) a todas luces fuera de escala preside la ciudad y cobija a un buen número de artesanos y hyppies, algunos de ellos con claros síntomas de haber abusado de ciertas sustancias alucinógenas. En el hostal donde me quedo una familia de Tucumán comienza a hablar comigo y me invitan a ir en su coche a visitar unas ruinas cercanas. Acepto encantado, pero la madre es una friki de cuidado y ya no logro librarme de ellos hasta la mañana siguiente, cuando se despide de mí como si me conociera de toda la vida.
La última escala antes de la frontera iba a ser Iruya, un pueblito en la montaña con fama de espectacular. Pero desde Humahuaca hay necesariamente que ir y volver en el día y cada trayecto dura casi tres horas. Para colmo el bus de las diez se rompe y no hay otro hasta las doce, así que cambio de planes y cojo el siguiente bus a La Quiaca, desde donde estoy escribiendo estas líneas. La Quiaca es un pueblo bastante grande, separado de Villazón, ya en Bolivia, tan sólo por una calle. Es ocre y polvoriento como los del resto de la Quebrada, pero sin ningunio de sus atractivos turísticos. De hecho, no hay razón alguna para estar aquí más que tomar mañana un tren que me lleve a Tupiza. Ya os contaré como son los trenes en Bolivia...
El bus, que debe ser màs o menos de la època colonial, llega fatigado pero puntual a la cita con sus variopintos ocupantes: mochileros internacionales, indìgenas locales con hatillos de cueros y telas, y un insufrible grupito de hyppies cantores.
Tapándome los ojos introduzco mi negra mochila en las tripas del dinosaurio, cubiertas por un dedo de espeso polvo amarillo, para partir rumbo a Salta.
El trayecto es una vez más acojonante, aunque en esta ocasión también en sentido literal. Primero atravesamos el Parque Natural de los Cardones, donde miles de esos cactus que me tienen embobado se yerguen orgullosos como vigías del paisaje. Pero la carretera comienza a empinarse y el sol a cubrirse por una niebla espesa, y cuando llegamos a lo alto de la Cuesta del Obispo ya hace un frío considerable. Allí comienza un vertiginoso descenso a través de infinitas curvas que, en ocasiones, se ven atravesadas por las torrenteras que bajan de las montañas y que, eso sí, nos brindan un paisaje de una belleza indescriptible.
Llego a Salta sin mayor novedad y, aprovechando que pagan ellos, tomo un taxi para llegar a un Hostel recomendado por un tocayo valenciano que encontré en Cachi. Pero el coche es muy viejo y tengo que bajar un par de veces a empujarlo, no sin cierto temor de que el tipo se fugue con mis cosas. Para colmo está empezando a chispear y la cama que se supone tenía reservada está justo en el centro de una destartalada habitación, rodeada de otras ocho literas. Como no tienen otra decido marcharme no sin que antes me reclamen los cinco pesos de la la carrera del taxi. Empiezo a estar un poco cabreado, pero no tengo ganas de discutir por un euro y me voy a buscar un alojamiento mejor... justo cuando comienza a diluviar. Bueno, pienso, al menos se limpiará mi mochila!
Afortunadamente no tardo mucho en encontrar un albergue con bastante buena pinta y allí me quedo. Tomo una ducha caliente, pido unas empanadas para cenar (no hay quien salga a la calle con esa lluvia torrencial) y me quedo allí charlando con otros huéspedes hasta la hora de dormir. Pero allí no acaban mis desgracias y por la noche siento que no puedo parar de rascarme. No sé si ya estoy obsesionado con las pulgas o que la tormenta no me deja dormir, pero cuando amanezco estoy hecho un monstruo. Peor incluso que la otra vez! Así que estallo, amenazo a la gente del hostel con demandarles y me voy sin pagar a buscar un hotel decente y luego un buen médico.
Uno y otro me destrozan un poco más si cabe el presupuesto, pero al menos puedo decansar tranquilo sabiendo que lo que tengo es una reacción alérgica a... no sé el qué! Así que paso el viernes sin salir mucho más que a ponerme inyecciones de antihistamínicos y a aprovechar los escasos ratos sin lluvia para hacer un poco de turismo. Y a pesar de que mi estado anímico no es el ideal, Salta me parece una ciudad muy bonita, con un aire colonial mucho mayor que otras ciudades argentinas y una clara influencia española patente en la preciosa plaza central porticada y en las muy numerosas iglesias, muchas de ellas tan "kitsch" que hasta tienen su atractivo.
Pero a pesar de la lluvia y de mis granos, aún tengo tiempo durante el fin de semana de subir con el teleférico a un cerro cecano a disfrutar de la vista de la ciudad; a visitar un excelente museo privado, en el que una guapísima señora muestra personalmente la colección de arte indígena que ha ido construyendo a lo largo de toda una vida de viajes por Latinoamérica; a cenar en el extrañísimo restaurante de un libanés que no tiene nada para comer pero me invita a beber "fernet-cola" con él; y hasta a asistir a uno de los muchos espectáculos folclóricos de la animada noche salteña. Así que visto en perspectiva, la estancia en Salta tampoco estuvo tan mal!
El lunes temprano llego a la estación sin tener muy claro aún mi destino. La opción Paraguay, visto ya Iguazú parece sin mucho sentido; y el norte de Chile estaría bien si pudiera tomar el famoso Tren de las Nubes, pero como no funciona hace tiempo... Así que decido seguir hacia el norte rumbo a Bolivia, saltándome en el camino la ciudad de Salvador de Jujuy, de la que no tengo muy buena referencias.
La primera parada es Tilcara, un pequeño pueblo de calles povorientas, casas de adobe y población ya mayoritariamente indígena, que sorprendentemente ofrece un buen montón de alojamientos y restaurantes de buen nivel. Allí me quedo en una cabañita preciosa, pero al día siguiente decido continuar.
La siguiente parada es Humahuaca, el pueblo que da nombre a toda la Quebrada. Es del mismo estilo que Tilcara pero algo más grande y con las calles principales empedradas. Un enorme monumento a la independencia (algún día habría de tratar aquí el absurdo patrioterismo argentino) a todas luces fuera de escala preside la ciudad y cobija a un buen número de artesanos y hyppies, algunos de ellos con claros síntomas de haber abusado de ciertas sustancias alucinógenas. En el hostal donde me quedo una familia de Tucumán comienza a hablar comigo y me invitan a ir en su coche a visitar unas ruinas cercanas. Acepto encantado, pero la madre es una friki de cuidado y ya no logro librarme de ellos hasta la mañana siguiente, cuando se despide de mí como si me conociera de toda la vida.
La última escala antes de la frontera iba a ser Iruya, un pueblito en la montaña con fama de espectacular. Pero desde Humahuaca hay necesariamente que ir y volver en el día y cada trayecto dura casi tres horas. Para colmo el bus de las diez se rompe y no hay otro hasta las doce, así que cambio de planes y cojo el siguiente bus a La Quiaca, desde donde estoy escribiendo estas líneas. La Quiaca es un pueblo bastante grande, separado de Villazón, ya en Bolivia, tan sólo por una calle. Es ocre y polvoriento como los del resto de la Quebrada, pero sin ningunio de sus atractivos turísticos. De hecho, no hay razón alguna para estar aquí más que tomar mañana un tren que me lleve a Tupiza. Ya os contaré como son los trenes en Bolivia...
06 febrero 2008
Valles Calchaquìes
Salgo de San Juan a las doce de la noche rumbo a Tucumàn. Mi cuerpo debe ya haberse habituado a las "comodidades" del bus-cama porque apenas si me entero de las paradas en La Rioja y Catamarca. Al llegar a la estaciòn veo una larga cola de gente que està esperando para sacar billete a Cafayate. El pròximo bus sale a las dos de la tarde y son las diez de la mañana, asì que, como he descansado bastante bien, decido continuar viaje. Dejo la mochila en consigna y me voy a dar una vueltita por la ciudad hasta la hora de partida. Afortunadamente parece que no me voy a perder nada màs que una versiòn de mayor tamaño de Mendoza.
El bus a Cafayate va repleto de mochileros, principalmente jovencitos porteños jugando a ser "jipis" durante el verano. Màs o menos lo que hacemos otros ya no tan jovencitos durante un poco màs de tiempo...
El paisaje durante el largo trayecto varìa de una forma asombrosa. Las quebradas y resecas montañas de los alrededores de San Juan se cubren de enormes y frondosos àrboles al llegar a Tafì del Valle, para despuès dejar su lugar a un manto verde de pastos y matorrales. Segùn llegamos a Cafayate el paisaje vuelve a hacerse màs àrido y enormes cactus comienzan a aparecer a ambos lados de la ruta. No sè por què, pero tengo la sensaciòn de que ahora empieza una nueva etapa del viaje.
Cafayate es un pueblito encantador, con una enorme plaza arbolada alrededor de la cual gira toda la actividad. Allì hay varias agencias de turismo que organizan excursiones a los lugares de interès màs o menos cercanos, pero esta vez tengo ganas de hacer por mi cuenta todo lo que se posible. Asì que recabo toda la informaciòn que puedo y me voy a mi acogedor hostalito a disfrutar de esa cama taaan grande y ese baño taaan limpio. Agotado por el largo viaje de casi 24 horas duermo como un bendito y amanezco con ànimos renovados, asì que tomo un bus de lìnea que me lleva a las ruinas de Quilmes.
Mejor dicho, me deja en mitad de la carretera, justo al comienzo de un camino de tierra de cinco kilòmetros que lleva a la antigua ciudad indìgena. Todo el camino es en ligera subida y està flanqueado por montones de cardones, esos enormes cactus de los que hablaba y cuya infusiòn los indìgenas usaban como alucinògeno en sus rituales. Aunque aùn hoy se usan para hacer dulces, objetos de artesanìa e incluso en la construcciòn de viviendas.
A la entrada de las ruinas un grupo de indios Quilmes ofrecen sus servicios como guìas a cambio de una ayuda para su causa. Y es que mientras caminamos por lo que en su dìa debiò ser una imponente ciudad la joven india me cuenta como la explotaciòn de las ruinas fue otorgada hace años a un cacique local (blanquito por supuesto), que construyò un hotel con piscina incluìda justo en la base del cerro, donde se ubicaba el antiguo cementerio. Por supuesto es ilegal y han conseguido cerrarlo por ahora, exigiendo al gobierno que al menos les permita gestionar a ellos las instalaciones. Pero desde Buenos Aires alegan que no estàn capacitados para ello y quieren dar la concesiòn a una empresa privada.
En cuanto llegue a Salta me tatùo un Chè Guevara en el hombro!
Vuelvo al Cafayate en la furgoneta de una hyppie, èsta de verdad, que vende bisuterìa en la puerta de las ruinas. El mate que me ofrece tiene tanta mierda como su furgoneta y como su ropa (el tèrmino "pies negros" cobra aquì un nuevo significado), pero no puedo negarme y le pego unos sorbos al amargo.
En el pueblo hay mùsica y danzas folclòricas por carnaval, pero bastante menos animaciòn de lo que esperaba, asì que me voy pronto a descansar para estar en forma al dìa siguiente. Y es que he decidido alquilar una bicicleta, viajar con ella hasta la Garganta del Diablo, y volver desde allì a Cafayate recorriendo los màs de 40 kilòmetros de la quebrada del mismo nombre.
Y asì lo hago, bien pertrechado de agua, comida y cremita para el sol. Los parajes que atravieso son similares al valle de la Luna de San Juan, pero uno no se cansa nunca de ver una naturaleza tan majestuosa. Aunque el mejor momento es cuando, en una de las muchas paradas en mitad de la nada para descansar, descubro que esos pàjaros extraños que habìa visto posarse sobre un cardòn, no son otra cosa que una bandada de enormes loros azules, verdes y amarillos que echan a volar en cuanto me ven acercarme.
Esta noche lo que hay en Cafayate es un festival de grupos de rock locales, pero estoy tan fundido que no aguanto demasiado, a pesar de que me encuentro con la hyppie de las ruinas y sus amigos. A la mañana siguiente me voy a ver unas cascadas cercanas al pueblo. Cuando llego allì hay tambièn un grupo de indìgenas reclamando - creo que esta vez con bastante menos razòn- su propiedad sobre esas tierras. Para evitar problemas me llevo a uno de ellos como guìa... y menos mal, porque el camino es mucho màs complicado de lo que me habìan comentado. No es fàcil perderse, porque sòlo hay que seguir el curso del rìo hacia arriba, pero el cauce es tan estrecho y el camino tan abrupto que en muchas ocasiones parece que no hay forma humana de pasar. A pesar del guìa, en varias ocasiones no hay màs remedio que meterse en el rìo hasta màs arriba de las rodillas para poder continuar, pero afortunadamente mi càmara consigue salvarse de cualquier remojòn. Desafortunadamente, el orgulloso quilmes no se deja fotografiar.
He disfrutado mucho en Cafayate pero debo continuar (y dejar la mejor habitaciòn que he tenido en todo el viaje, sniff...), asì que a la mañana siguiente decido salir hacia la pequeña localidad de Cachi. Està sòlo a 165 kilòmetros hacia el Norte, pero por 40 de ellos no circula transporte pùblico alguno, asì que la opciòn màs lògica es viajar hasta Salta, la capital de la provincia, y de allì a Cachi. Total, màs de ocho horas de viaje. Pero siguiendo con mi renovado espìritu aventurero, y animado por otros mochileros con la misma idea que encuentro en la estaciòn, cojo el siguiente bus a Angastaco, el ùltimo pueblo con servicio. El camino es terrible y el bus va repleto de gente sentada en el pasillo o en los brazos de los asientos. Hace un calor insoportable y afuera no hay màs que desierto y algunas casitas en mitad de la nada donde el bus se detiene para entregarles el correo y, en algunos casos, la prensa del dìa. Parece increìble que puedan vivir en semejantes condiciones y ser capaces de sonreir cuando el chofer les dice que ya no queda periòdico para los ùltimos de ellos.
Pero el viaje aùn puede empeorar. Cuando llegamos a Angastaco aquello parece un pueblo fantasma. Es la hora de comer y no hay ni un alma, aunque pronto aparecen por allì otro grupo de mochileros que estaban esperando la llegada de nuestro bus para juntar màs gente y así poder pagar lo que pide el dueño de un camiòn por llevarnos hasta Cachi. Asi que, en la parte de atràs, tragando polvo y baches y curvas udrante cuatro horas viajamos hasta nuestro destino, al que llegamos casi a la misma hora que si hubièramos ido vía Salta. Pero bueno, yo esto ya lo sabìa. Unos lo llaman aventura y otros masoquismo...
Lo importante es que ya estoy en Cachi y que es una maravilla de lugar. Un pueblito precioso, con sus callecitas empredradas, sus casitas de aire colonial y su iglesia techada con cardones (sì, paradòjicamente el mismo cactus que usaban los indios para ponerse en contacto con sus dioses). Y no, no hay pràcticamente nada que hacer aquì salvo pasear por los alrededores del pueblo cuando el sol no quema o sentarse a la sombra a tomar una cerveza en las horas centrales del dìa. O claro, meterse en el ùnico cyber del pueblo a contaros todo esto rollo que os he metido.
Pero eso es sin dudad parte de la magia de este lugar...
El bus a Cafayate va repleto de mochileros, principalmente jovencitos porteños jugando a ser "jipis" durante el verano. Màs o menos lo que hacemos otros ya no tan jovencitos durante un poco màs de tiempo...
El paisaje durante el largo trayecto varìa de una forma asombrosa. Las quebradas y resecas montañas de los alrededores de San Juan se cubren de enormes y frondosos àrboles al llegar a Tafì del Valle, para despuès dejar su lugar a un manto verde de pastos y matorrales. Segùn llegamos a Cafayate el paisaje vuelve a hacerse màs àrido y enormes cactus comienzan a aparecer a ambos lados de la ruta. No sè por què, pero tengo la sensaciòn de que ahora empieza una nueva etapa del viaje.
Cafayate es un pueblito encantador, con una enorme plaza arbolada alrededor de la cual gira toda la actividad. Allì hay varias agencias de turismo que organizan excursiones a los lugares de interès màs o menos cercanos, pero esta vez tengo ganas de hacer por mi cuenta todo lo que se posible. Asì que recabo toda la informaciòn que puedo y me voy a mi acogedor hostalito a disfrutar de esa cama taaan grande y ese baño taaan limpio. Agotado por el largo viaje de casi 24 horas duermo como un bendito y amanezco con ànimos renovados, asì que tomo un bus de lìnea que me lleva a las ruinas de Quilmes.
Mejor dicho, me deja en mitad de la carretera, justo al comienzo de un camino de tierra de cinco kilòmetros que lleva a la antigua ciudad indìgena. Todo el camino es en ligera subida y està flanqueado por montones de cardones, esos enormes cactus de los que hablaba y cuya infusiòn los indìgenas usaban como alucinògeno en sus rituales. Aunque aùn hoy se usan para hacer dulces, objetos de artesanìa e incluso en la construcciòn de viviendas.
A la entrada de las ruinas un grupo de indios Quilmes ofrecen sus servicios como guìas a cambio de una ayuda para su causa. Y es que mientras caminamos por lo que en su dìa debiò ser una imponente ciudad la joven india me cuenta como la explotaciòn de las ruinas fue otorgada hace años a un cacique local (blanquito por supuesto), que construyò un hotel con piscina incluìda justo en la base del cerro, donde se ubicaba el antiguo cementerio. Por supuesto es ilegal y han conseguido cerrarlo por ahora, exigiendo al gobierno que al menos les permita gestionar a ellos las instalaciones. Pero desde Buenos Aires alegan que no estàn capacitados para ello y quieren dar la concesiòn a una empresa privada.
En cuanto llegue a Salta me tatùo un Chè Guevara en el hombro!
Vuelvo al Cafayate en la furgoneta de una hyppie, èsta de verdad, que vende bisuterìa en la puerta de las ruinas. El mate que me ofrece tiene tanta mierda como su furgoneta y como su ropa (el tèrmino "pies negros" cobra aquì un nuevo significado), pero no puedo negarme y le pego unos sorbos al amargo.
En el pueblo hay mùsica y danzas folclòricas por carnaval, pero bastante menos animaciòn de lo que esperaba, asì que me voy pronto a descansar para estar en forma al dìa siguiente. Y es que he decidido alquilar una bicicleta, viajar con ella hasta la Garganta del Diablo, y volver desde allì a Cafayate recorriendo los màs de 40 kilòmetros de la quebrada del mismo nombre.
Y asì lo hago, bien pertrechado de agua, comida y cremita para el sol. Los parajes que atravieso son similares al valle de la Luna de San Juan, pero uno no se cansa nunca de ver una naturaleza tan majestuosa. Aunque el mejor momento es cuando, en una de las muchas paradas en mitad de la nada para descansar, descubro que esos pàjaros extraños que habìa visto posarse sobre un cardòn, no son otra cosa que una bandada de enormes loros azules, verdes y amarillos que echan a volar en cuanto me ven acercarme.
Esta noche lo que hay en Cafayate es un festival de grupos de rock locales, pero estoy tan fundido que no aguanto demasiado, a pesar de que me encuentro con la hyppie de las ruinas y sus amigos. A la mañana siguiente me voy a ver unas cascadas cercanas al pueblo. Cuando llego allì hay tambièn un grupo de indìgenas reclamando - creo que esta vez con bastante menos razòn- su propiedad sobre esas tierras. Para evitar problemas me llevo a uno de ellos como guìa... y menos mal, porque el camino es mucho màs complicado de lo que me habìan comentado. No es fàcil perderse, porque sòlo hay que seguir el curso del rìo hacia arriba, pero el cauce es tan estrecho y el camino tan abrupto que en muchas ocasiones parece que no hay forma humana de pasar. A pesar del guìa, en varias ocasiones no hay màs remedio que meterse en el rìo hasta màs arriba de las rodillas para poder continuar, pero afortunadamente mi càmara consigue salvarse de cualquier remojòn. Desafortunadamente, el orgulloso quilmes no se deja fotografiar.
He disfrutado mucho en Cafayate pero debo continuar (y dejar la mejor habitaciòn que he tenido en todo el viaje, sniff...), asì que a la mañana siguiente decido salir hacia la pequeña localidad de Cachi. Està sòlo a 165 kilòmetros hacia el Norte, pero por 40 de ellos no circula transporte pùblico alguno, asì que la opciòn màs lògica es viajar hasta Salta, la capital de la provincia, y de allì a Cachi. Total, màs de ocho horas de viaje. Pero siguiendo con mi renovado espìritu aventurero, y animado por otros mochileros con la misma idea que encuentro en la estaciòn, cojo el siguiente bus a Angastaco, el ùltimo pueblo con servicio. El camino es terrible y el bus va repleto de gente sentada en el pasillo o en los brazos de los asientos. Hace un calor insoportable y afuera no hay màs que desierto y algunas casitas en mitad de la nada donde el bus se detiene para entregarles el correo y, en algunos casos, la prensa del dìa. Parece increìble que puedan vivir en semejantes condiciones y ser capaces de sonreir cuando el chofer les dice que ya no queda periòdico para los ùltimos de ellos.
Pero el viaje aùn puede empeorar. Cuando llegamos a Angastaco aquello parece un pueblo fantasma. Es la hora de comer y no hay ni un alma, aunque pronto aparecen por allì otro grupo de mochileros que estaban esperando la llegada de nuestro bus para juntar màs gente y así poder pagar lo que pide el dueño de un camiòn por llevarnos hasta Cachi. Asi que, en la parte de atràs, tragando polvo y baches y curvas udrante cuatro horas viajamos hasta nuestro destino, al que llegamos casi a la misma hora que si hubièramos ido vía Salta. Pero bueno, yo esto ya lo sabìa. Unos lo llaman aventura y otros masoquismo...
Lo importante es que ya estoy en Cachi y que es una maravilla de lugar. Un pueblito precioso, con sus callecitas empredradas, sus casitas de aire colonial y su iglesia techada con cardones (sì, paradòjicamente el mismo cactus que usaban los indios para ponerse en contacto con sus dioses). Y no, no hay pràcticamente nada que hacer aquì salvo pasear por los alrededores del pueblo cuando el sol no quema o sentarse a la sombra a tomar una cerveza en las horas centrales del dìa. O claro, meterse en el ùnico cyber del pueblo a contaros todo esto rollo que os he metido.
Pero eso es sin dudad parte de la magia de este lugar...
02 febrero 2008
San Juan y el Valle de la Luna
Salgo de Mendoza màs tarde de lo previsto y cuando llego a la terminal no encuentro un billete para La Rioja hasta la noche. Mi intenciòn es llegar a Cafayate en tres etapas: La Rioja, Catamarca y Tucumàn, pero no quiero esperar todo el dìa en la calurosa estaciòn y tomo el siguiente colectivo a la relativamente cercana San Juan ("colectivo", "tomo", "terminal"...joder, ya hablo como hablan acà!).
Llego allì a media tarde y busco un albergue cercano a la estaciòn que recomienda la Lonely Planet. Es una antigua vivienda ubicada en un chalet estilo años 50 con cuatro habitaciones y cuatro camas en cada una, dos baños y un aseo, cocina y un gran salòn-comedor. Vamos, como estar en casa!
Una vez instalado salgo a dar una vuelta por la ciudad y una vez màs encuentro los mismos nombres de calles que en todo el resto de ciudades argentinas: Gral. San Martìn, Belgrano, Rivadavia, Plaza de la Independencia...
Alrededor de èsta hay varios operadores turìsticos ofreciendo excursiones y, sin pensàrmelo mucho, me apunto a una excursiòn al Valle de la Luna, no sea que me pase como en Mendoza. La ùnica pega es que pasaràn a buscarme a las cinco y media de la mañana, asì que tengo que acostarme pronto a pesar del buen ambiente que se respira en el hostel despuès de la cena.
No duermo mucho, pero a la hora en punto estoy listo y emprendemos viaje hacia el norte. Hay un buen montòn de kilòmetros de distancia, pero dada su extensiòn y su aislamiento, San Juan es casi la ùnica opciòn para visitar el Parque Natural de Ischigualasto... a no ser que tengas un vehìculo propio.
Y ni asì, porque una vez llegados al parque es obligatorio que un guìa acompañe a todos los visitantes para evitar el antes habitual robo de fòsiles y restos arqueològicos. Y es que en este parque, junto al contiguo de Talampaya, se han encontrado algunos de los fòsiles de dinosaurios màs antiguos del mundo.
Pero lo interesante para mì no son los fòsiles, que tambièn, sino ese paisaje que parece haber sido pintado por el màs chiflado de los pintores surrealistas. Escarpados farallones rocosos de un rojo brillante, inaccesibles barrancas en tonos verdes y morados, escasìsimos arbustos que parecen pintados de verde fluorescente... Y rocas, enormes rocas de caprichosas formas que toman nombres como "el gusano", "el submarino" o, mi favorita, "las bochas", una serie de rocas perfectamente esfèricas y colocadas de tal forma que parece que algùn dios indìgena estuviera jugando con ellas una partida de petanca.
Lamentablemente el vecino Talampaya està cerrado a causa de las ùltimas y copiosas lluvias, pero aùn asì vuelvo màs que satisfecho de la excursiòn a pesar del palizòn de furgoneta que llevo en el cuerpo.
Eso sì, cuando llego al hostel mis compañeros de cuarto, un canadiense que ejerce de traductor de francès en Santiago de Chile, un californiano medio loco con pinta de ser uno de los tipos de Jackass, y un vendedor de fertilizantes argentino en viaje de trabajo me invitan a compartir con ellos la comida que han comprado en un cercano restaurante vegetariano. Y por primera vez en muuucho tiempo, disfruto de una riquìsima cena sin carne, pasta o pizza, y de una larga sobremesa que se extiende hasta que mis ojos ya no pueden mantenerse abiertos por màs tiempo.
Al dìa siguiente me levanto muy tarde y tengo que dejar el albergue ese mismo dìa, ya que por la noche cojo un bus a Tucumàn. Pero la encantadora gente que trabaja en èl, los mismos que me aseguran que tranquilamente puedo obviar La Rioja y Catamarca, me permiten dejar allì las cosas y volver a recogerlas a la noche.
Asì que, aprovechando que por fin ha salido el sol, tomo un bus a Ullum, un pueblito cercano con un lago al que los sanjuaninos acuden a refrescarse los fines de semana. Pero, aunque el lugar es bonito, està lleno de familias ruidosas y de basura, y el agua està verde y "recaliente", asì que desisto de mi dìa de playa para poder ir a ver el santuario de la Difunta Correa.
La Difunta Correa es uno de los muchos santos paganos a que los argentinos rinden tributo. A todo lo largo y ancho del paìs pueden verse pequeños altarcitos junto a la carretera llenos de botellas de agua que los conductores, especialmente los camioneros, ofrecen a esta mujer que muriò de de sed cuando buscaba a su marido reclutado por la fuerza por el ejèrcito. Pero su bebè, a quièn llevaba en brazos, fuè encontrado todavìa con vida dìas despuès gracias a la leche que aùn brotaba del pecho de su madre muerta.
En ese mismo lugar se levanta hoy el santuario, una especie de enorme parque temàtico de la santa donde pueden encontrarse los objetos màs variopintos ofrecidos por los fieles: matrìculas de coches, maquetas de casas, uniformes militares, fotos familiares, vestidos de novia y... claro, parrillas y tiendas de souvenirs.
Esto sì que es surrealista y no el valle de la Luna!
Llego allì a media tarde y busco un albergue cercano a la estaciòn que recomienda la Lonely Planet. Es una antigua vivienda ubicada en un chalet estilo años 50 con cuatro habitaciones y cuatro camas en cada una, dos baños y un aseo, cocina y un gran salòn-comedor. Vamos, como estar en casa!
Una vez instalado salgo a dar una vuelta por la ciudad y una vez màs encuentro los mismos nombres de calles que en todo el resto de ciudades argentinas: Gral. San Martìn, Belgrano, Rivadavia, Plaza de la Independencia...
Alrededor de èsta hay varios operadores turìsticos ofreciendo excursiones y, sin pensàrmelo mucho, me apunto a una excursiòn al Valle de la Luna, no sea que me pase como en Mendoza. La ùnica pega es que pasaràn a buscarme a las cinco y media de la mañana, asì que tengo que acostarme pronto a pesar del buen ambiente que se respira en el hostel despuès de la cena.
No duermo mucho, pero a la hora en punto estoy listo y emprendemos viaje hacia el norte. Hay un buen montòn de kilòmetros de distancia, pero dada su extensiòn y su aislamiento, San Juan es casi la ùnica opciòn para visitar el Parque Natural de Ischigualasto... a no ser que tengas un vehìculo propio.
Y ni asì, porque una vez llegados al parque es obligatorio que un guìa acompañe a todos los visitantes para evitar el antes habitual robo de fòsiles y restos arqueològicos. Y es que en este parque, junto al contiguo de Talampaya, se han encontrado algunos de los fòsiles de dinosaurios màs antiguos del mundo.
Pero lo interesante para mì no son los fòsiles, que tambièn, sino ese paisaje que parece haber sido pintado por el màs chiflado de los pintores surrealistas. Escarpados farallones rocosos de un rojo brillante, inaccesibles barrancas en tonos verdes y morados, escasìsimos arbustos que parecen pintados de verde fluorescente... Y rocas, enormes rocas de caprichosas formas que toman nombres como "el gusano", "el submarino" o, mi favorita, "las bochas", una serie de rocas perfectamente esfèricas y colocadas de tal forma que parece que algùn dios indìgena estuviera jugando con ellas una partida de petanca.
Lamentablemente el vecino Talampaya està cerrado a causa de las ùltimas y copiosas lluvias, pero aùn asì vuelvo màs que satisfecho de la excursiòn a pesar del palizòn de furgoneta que llevo en el cuerpo.
Eso sì, cuando llego al hostel mis compañeros de cuarto, un canadiense que ejerce de traductor de francès en Santiago de Chile, un californiano medio loco con pinta de ser uno de los tipos de Jackass, y un vendedor de fertilizantes argentino en viaje de trabajo me invitan a compartir con ellos la comida que han comprado en un cercano restaurante vegetariano. Y por primera vez en muuucho tiempo, disfruto de una riquìsima cena sin carne, pasta o pizza, y de una larga sobremesa que se extiende hasta que mis ojos ya no pueden mantenerse abiertos por màs tiempo.
Al dìa siguiente me levanto muy tarde y tengo que dejar el albergue ese mismo dìa, ya que por la noche cojo un bus a Tucumàn. Pero la encantadora gente que trabaja en èl, los mismos que me aseguran que tranquilamente puedo obviar La Rioja y Catamarca, me permiten dejar allì las cosas y volver a recogerlas a la noche.
Asì que, aprovechando que por fin ha salido el sol, tomo un bus a Ullum, un pueblito cercano con un lago al que los sanjuaninos acuden a refrescarse los fines de semana. Pero, aunque el lugar es bonito, està lleno de familias ruidosas y de basura, y el agua està verde y "recaliente", asì que desisto de mi dìa de playa para poder ir a ver el santuario de la Difunta Correa.
La Difunta Correa es uno de los muchos santos paganos a que los argentinos rinden tributo. A todo lo largo y ancho del paìs pueden verse pequeños altarcitos junto a la carretera llenos de botellas de agua que los conductores, especialmente los camioneros, ofrecen a esta mujer que muriò de de sed cuando buscaba a su marido reclutado por la fuerza por el ejèrcito. Pero su bebè, a quièn llevaba en brazos, fuè encontrado todavìa con vida dìas despuès gracias a la leche que aùn brotaba del pecho de su madre muerta.
En ese mismo lugar se levanta hoy el santuario, una especie de enorme parque temàtico de la santa donde pueden encontrarse los objetos màs variopintos ofrecidos por los fieles: matrìculas de coches, maquetas de casas, uniformes militares, fotos familiares, vestidos de novia y... claro, parrillas y tiendas de souvenirs.
Esto sì que es surrealista y no el valle de la Luna!
Suscribirse a:
Entradas (Atom)