11 febrero 2008

Salta y Jujuy

Estoy tan a gusto en Cachi que me quedo dormido y pierdo el bus de las nueve. Y no hay otro hasta las tres, asì que no me queda màs remedio que desayunar tranquilamente, pasear por el pueblo y sentarme a leer bajo la sombra de las palmeras de la plaza. Todo muy estresante...
El bus, que debe ser màs o menos de la època colonial, llega fatigado pero puntual a la cita con sus variopintos ocupantes: mochileros internacionales, indìgenas locales con hatillos de cueros y telas, y un insufrible grupito de hyppies cantores.
Tapándome los ojos introduzco mi negra mochila en las tripas del dinosaurio, cubiertas por un dedo de espeso polvo amarillo, para partir rumbo a Salta.

El trayecto es una vez más acojonante, aunque en esta ocasión también en sentido literal. Primero atravesamos el Parque Natural de los Cardones, donde miles de esos cactus que me tienen embobado se yerguen orgullosos como vigías del paisaje. Pero la carretera comienza a empinarse y el sol a cubrirse por una niebla espesa, y cuando llegamos a lo alto de la Cuesta del Obispo ya hace un frío considerable. Allí comienza un vertiginoso descenso a través de infinitas curvas que, en ocasiones, se ven atravesadas por las torrenteras que bajan de las montañas y que, eso sí, nos brindan un paisaje de una belleza indescriptible.


Llego a Salta sin mayor novedad y, aprovechando que pagan ellos, tomo un taxi para llegar a un Hostel recomendado por un tocayo valenciano que encontré en Cachi. Pero el coche es muy viejo y tengo que bajar un par de veces a empujarlo, no sin cierto temor de que el tipo se fugue con mis cosas. Para colmo está empezando a chispear y la cama que se supone tenía reservada está justo en el centro de una destartalada habitación, rodeada de otras ocho literas. Como no tienen otra decido marcharme no sin que antes me reclamen los cinco pesos de la la carrera del taxi. Empiezo a estar un poco cabreado, pero no tengo ganas de discutir por un euro y me voy a buscar un alojamiento mejor... justo cuando comienza a diluviar. Bueno, pienso, al menos se limpiará mi mochila!

Afortunadamente no tardo mucho en encontrar un albergue con bastante buena pinta y allí me quedo. Tomo una ducha caliente, pido unas empanadas para cenar (no hay quien salga a la calle con esa lluvia torrencial) y me quedo allí charlando con otros huéspedes hasta la hora de dormir. Pero allí no acaban mis desgracias y por la noche siento que no puedo parar de rascarme. No sé si ya estoy obsesionado con las pulgas o que la tormenta no me deja dormir, pero cuando amanezco estoy hecho un monstruo. Peor incluso que la otra vez! Así que estallo, amenazo a la gente del hostel con demandarles y me voy sin pagar a buscar un hotel decente y luego un buen médico.


Uno y otro me destrozan un poco más si cabe el presupuesto, pero al menos puedo decansar tranquilo sabiendo que lo que tengo es una reacción alérgica a... no sé el qué! Así que paso el viernes sin salir mucho más que a ponerme inyecciones de antihistamínicos y a aprovechar los escasos ratos sin lluvia para hacer un poco de turismo. Y a pesar de que mi estado anímico no es el ideal, Salta me parece una ciudad muy bonita, con un aire colonial mucho mayor que otras ciudades argentinas y una clara influencia española patente en la preciosa plaza central porticada y en las muy numerosas iglesias, muchas de ellas tan "kitsch" que hasta tienen su atractivo.

Pero a pesar de la lluvia y de mis granos, aún tengo tiempo durante el fin de semana de subir con el teleférico a un cerro cecano a disfrutar de la vista de la ciudad; a visitar un excelente museo privado, en el que una guapísima señora muestra personalmente la colección de arte indígena que ha ido construyendo a lo largo de toda una vida de viajes por Latinoamérica; a cenar en el extrañísimo restaurante de un libanés que no tiene nada para comer pero me invita a beber "fernet-cola" con él; y hasta a asistir a uno de los muchos espectáculos folclóricos de la animada noche salteña. Así que visto en perspectiva, la estancia en Salta tampoco estuvo tan mal!


El lunes temprano llego a la estación sin tener muy claro aún mi destino. La opción Paraguay, visto ya Iguazú parece sin mucho sentido; y el norte de Chile estaría bien si pudiera tomar el famoso Tren de las Nubes, pero como no funciona hace tiempo... Así que decido seguir hacia el norte rumbo a Bolivia, saltándome en el camino la ciudad de Salvador de Jujuy, de la que no tengo muy buena referencias.
La primera parada es Tilcara, un pequeño pueblo de calles povorientas, casas de adobe y población ya mayoritariamente indígena, que sorprendentemente ofrece un buen montón de alojamientos y restaurantes de buen nivel. Allí me quedo en una cabañita preciosa, pero al día siguiente decido continuar.

La siguiente parada es Humahuaca, el pueblo que da nombre a toda la Quebrada. Es del mismo estilo que Tilcara pero algo más grande y con las calles principales empedradas. Un enorme monumento a la independencia (algún día habría de tratar aquí el absurdo patrioterismo argentino) a todas luces fuera de escala preside la ciudad y cobija a un buen número de artesanos y hyppies, algunos de ellos con claros síntomas de haber abusado de ciertas sustancias alucinógenas. En el hostal donde me quedo una familia de Tucumán comienza a hablar comigo y me invitan a ir en su coche a visitar unas ruinas cercanas. Acepto encantado, pero la madre es una friki de cuidado y ya no logro librarme de ellos hasta la mañana siguiente, cuando se despide de mí como si me conociera de toda la vida.

La última escala antes de la frontera iba a ser Iruya, un pueblito en la montaña con fama de espectacular. Pero desde Humahuaca hay necesariamente que ir y volver en el día y cada trayecto dura casi tres horas. Para colmo el bus de las diez se rompe y no hay otro hasta las doce, así que cambio de planes y cojo el siguiente bus a La Quiaca, desde donde estoy escribiendo estas líneas. La Quiaca es un pueblo bastante grande, separado de Villazón, ya en Bolivia, tan sólo por una calle. Es ocre y polvoriento como los del resto de la Quebrada, pero sin ningunio de sus atractivos turísticos. De hecho, no hay razón alguna para estar aquí más que tomar mañana un tren que me lleve a Tupiza. Ya os contaré como son los trenes en Bolivia...

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