De nuevo estoy en La Paz, más de una semana después de salir de aquí rumbo al norte, en una de las mejores experiencias de todo mi periplo sudamericano. Afortunadamente no llueve ni hace tanto frío como la última vez que estuve aquí, y la ciudad se muestra algo más amable bajo la luz del sol. Aunque me sigue pareciendo un lugar asfixiante, con su mezcla de altura, climatología adversa, contaminación, suciedad y caos circulatorio. Vamos, que no me vendría a vivir aquí, no! Todo lo contrario que al paraiso tropical que es Rurrenabaque, e incluso que a la no muy lejana Coroico, donde pasé -involuntariamente- un día extra de relax después de recorrer la que aquí califican, casi con orgullo, como la carretera más peligrosa del mundo.
Eso fué, si no me equivoco, el pasado sábado. Salí muy temprano del hotel para reunirme en la agencia de turismo con mis compañeros de aventura: tres japoneses, dos australianos, una pareja argentina y dos mixtas, una formada por un inglés y una alemana y otra por un yankee y una boliviana. Todo un crisol de razas y lenguas!
Tras darnos estupendamente de desayunar nos enfundamos todo el equipo de ciclista y nos montamos en la furgo que nos lleva hasta La Cumbre. Es increíble, pero en todo el trayecto no paramos de subir y subir, atravesando algunos barrios muy muy humildes que deben estar varios cientos de metros por encima del nivel del centro.
En La Cumbre, a casi 5000 metros, la vista es espectacular. Todo está nevado y la carretera serpentea cuesta abajo en un slalom que parece sin final. Y allá que nos lanzamos, empapándonos con la fina lluvia y con la gran velocidad que, casi sin querer, alcanzamos. Tras la única subida del trayecto, suficiente para hacernos echar pie a tierra a todos, comienza el camino de tierra que nos llevará hasta Coroico. El paisaje ha cambiado completamente y ahora las montañas de alrededor son como un espeso muro de vegatación. La ruta, con mucho barro y peligrosas piedras, discurre al borde de cortados de más de 600 metros de alto por los que a menudo caen imponentes cascadas. Sin más incidente que algunas caídas menores, protagonizadas en su mayoría por uno de los pobres japos, llegamos agotados pero satisfechos a nuestro destino. Han sido casi 70 kilómetros en los que descendemos la friolera de 3.600 metros de altura. Un absoluto subidón de adrenalina!
Tras una reparadora ducha y una excelente comida tomo un taxi para que me suba a Coroico, a unos 8 kilómetros de donde nos encontramos. Allí me alojo en un precioso hotel con unas vistas espectaculares de la Cordillera de las Yungas, con piscina y sauna incluídas. Me voy a la cama prontito, porque mañana temprano vienen a buscarme para llevarme a Guanay, de donde sale un barco que me transportará a Rurrenabaque, base de acceso al Parque Natural Madidi. Pero a la mañana siguiente espero durante casi dos horas en la plaza del pueblo y allí no a aparece ni Dios, así que llamo a la agencia de La Paz y me confirman que ha habido un error y el taxista que debía recogerme se ha llevado al primer "gringo" que ha encontrado con una mochila a cuestas, con lo que mi barco ya ha zarpado. Bolivia is different...
Mientras decido si regresar a La Paz o continuar viaje por mis propios medios me alojo en otro hotelito con unas vistas casi más impresionantes que las del de la noche anterior, regido por un francés que para comer me hace una lasaña de trucha, espinacas y roquefort que es sin duda lo mejor que he comido en toda Sudamérica.
Finalmente decido tomar el bus a Rurre a la mañana siguiente, así que paso el día descansando de la paliza de ayer sentado en una terracita de la plaza, viendo el ir y venir dominical de los nativos a la iglesia. Allí veo negros por primera vez en este viaje, que me llaman la atención -especialmente las mujeres- por sus ropas típicamente andinas, que uno asocia ineludiblemente con otras razas.
El viaje a Rurrenabaque en bus es simple y llanamente terrorífico. Sin duda el peor de todos estos meses. La carretera, continuación de la que ya recorrí en bicicleta, debe tener como medio metro de barro y en algunos puntos está casi derruída. En uno de ellos, como a las dos de la mañana, el bus se detiene durante casi dos horas a que una excavadora retire del camino las piedras del derrumbe que se produjo el día anterior. Una vez pasado el tramo más peligroso del camino, ya en el llano, seguimos camino adentrándonos en la jungla, donde la cantidad de barro es casi mayor que en la montaña. Consecuencia de ello el viaje, que debiera durar unas catorce horas, se alarga hasta más de veinte, llegando a Rurrenabaque a eso de las diez de la mañana.
Afortunadamente ha merecido la pena, porque Rurre, como lo llaman los locales, es un pequeño paraíso. Tiene todo lo que uno espera de un lugar como este, un enorme y caudaloso río, puestos callejeros con jugos de frutas tropicales, palmeritas y coquetos hoteles para los turistas. Unos turistas que han traído hasta aquí una prosperidad que se hace patente en las muchas motitos que circulan por las calles, en la limpieza de éstas, y hasta en el caracter, manifiestamente más abierto y extrovertido que el de sus compatriotas del altiplano. Aunque yo creo que eso lo da más el clima e incluso la propia raza, que aquí tiene unas fisonomía y una forma de vestir y comportarse digamos más "occidentales".
Tras una necesaria jornada de descanso en mi habitación, con ventilador y hamaca en la terraza, me embarco en una excursión a lo que aquí llaman Las Pampas. Mis compañeros son en esta ocasión cinco holandeses muy majetes, una pareja de belgas igualmente encantadores y un brasileiro rubito que anda todo el día en las nubes. Eso sí, todos tienen diez años menos que yo, pero no se nota demasiado...jeje
Con ellos tomamos una furgo que nos lleva a través de la selva por unas tres horas. Ya por el camino vemos montones de animales que van anticipando lo que será esta estupendo tour. Comemos en un curioso lugar en Santa Rosa, donde como mascota tienen un pecarí, un mono araña y un enorme y siniestro pajarraco del que no recuerdo el nombre.
Allí conocemos al que será nuestro guía, un señor de unos 55 años, de cuerpo robusto y pelo muy blanco que contrasta con su piel morena y curtida. Se hace llamar a sí mismo El Negro y en los siguientes tres días demostrará poseer un conocimiento y una experiencia increíbles. Y es que ya en el camino al campamento, a bordo de una estrecha y larga canoa de madera, no para de mostrarnos animales que de no ser por él hubieran pasdo desapercibidos para nosotros. Hay infinidad de aves de diferentes clases, monos de tamaños y colres distintos, tortugas, y hasta tenemos la suerte de ver un perezoso y un oso hormiguero, algo por lo visto poco habitual.
El campamento está compuesto por unas básicas cabañitas de madera, elevadas respecto del húmedo suelo, donde se hayan los camastros, herméticamente cerrados por tupidas redes antimosquitos. Lo que no impide que mis manos amanezcan hinchadas por las picaduras de estos monstruos a la mañana siguiente. Y se hinchan aún más cuando caminamos por la ciénaga, infestada de ellos, en busca de alguna anaconda que finalmente El Negro captura, haciendo gala de su increible habilidad. No llega a los dos metros, pero cuando se enrosca en tu muñeca puedes comprobar la enorme fuerza de estos animales. Despues, para relajarnos, vamos a una zona abierta del río, donde saltamos al agua desde los árboles y nos bañamos con delfines rosas, que nos mordisquean suavemente los pies. Una experiencia inolvidable!
Al día siguiente, ya recuperados de las cervezas de la noche anterior en el Sunset Bar (increíblemente hay un bar en mitad de la jungla al que sólo puede accederse en bote y desde el que se ven unos atardeceres fabulosos) toca ir a pescar pirañas. Yo no pesco ni una, pero las muy... devoran en instantes cada trozo de carne que lanzo con mi rudimentario anzuelo. Al menos El Negro pesca cinco o seis para que podamos verlas y cocinarlas durante la comida, aunque no saben demasiado bien...
Tras despedirnos de Casimiro, el caimán de más de dos metros que vive junto al campamento, emprendemos el camino de vuelta a Rurre. Allí vemos, en un recodo del río, una capibara muerta, y cuando nos acercamos a verla más de cerca, un colega de Casimiro más grande y salvaje hace que la barquita tiemble cuando intenta recuperar su comida. Menudo susto!
Tristes por dejar la selva y al Negro llegamos sin más novedades a Rurrenabaque, donde me alojo de nuevo en el mismo y comfortable hotel, afortunadament esta vez a salvo de los israelíes que no me dejaron pegar ojo la noche anterior. Allí, junto a mis coleguitas holandeses, pasamos un tranquilo día a la espera de poder tomar un vuelo de regreso a La Paz al día siguiente, tras cinco dás seguidos de cancelaciones. Tenemos muuucha suerte y entramos en el primer vuelo de la mañana.
Es un avioncito con motor a hélice con capacidad para veinte personas, pero no se mueve demasiado hasta que nos acercamos a las montañas que rodean a la capital, donde tiembla como una hojita de papel. Pero aterrizamos sin ningún problema en 45 minutos, con lo que creo que los 500 bolivianos (frente a los casi 100 que cuesta bus) han sido pero que muy bien empleados. Y aquí estoy, de nuevo en La Paz!
17 marzo 2008
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