28 noviembre 2007
Santa Fé
LLego a Santa Fe ya de noche. Y como no tengo ganas de buscar un buen alojamiento me quedo en un hotelito cercano a la estación. Y resulta que, a pesar de que el barrio no parece el más recomendable, acierto de pleno. El hotel es una casona un poco destartalada pero con mucho encanto, regentada por una pareja de viejecitos de origen vasco. Eso sí, con una de esas duchas surrealistas que abundan por aquí y que no es más que un grifo en mitad de una de las paredes del baño y que, por supuesto, deja todo encharcado cada vez que la usas.
Lo que me encuentro a la mañana siguiente es una ciudad pequeña, pero con mucha actividad comercial y parece que bastante animada por las noches. O quizá es sólo lo que a mí me parece después de días recorriendo el Uruguay profundo. Así que me lanzo a la vorágine de las principales calles comerciales y tras saciar mi sed de humanidad hago las visitas turísticas de rigor. Tampoco es que haya mucho, pero sí que merece la pena una vieja hacienda jesuita que hoy alberga un pequeño museo de la ciudad, donde un sacerdote me explica, mientras confiesa a una señora, "la crisis de fe que asola la Argentina". Rigurosamente cierto.
Pero sin duda lo que más me gustó de Santa Fe, y es que el síndrome de Peter Pan se me debe estar acentuando, es una especie de pequeño zoo "ecológico"? llamado Granja Esmeralda. Está a las afueras de la ciudad y allí se pueden ver animales autóctonos como los ñandúes que ya ví en Uruguay, armadillos, guanacos (parecidos a las llamas), pecarís (un cerdo pequeño y peludo), tapires (un cerdo enorme y con una especie de pequeña trompa), carpinchos (una rata de agua de diez o doce kilos), yacarés (un caimán chiquitito), y toda clase de monos y pájaros de mil colores. Y claro, la estrella de la fauna local, el puma, que después de los últimos éxitos de la seleccíon nacional de rugby, es ahora más que nunca un símbolo nacional.
Así que vuelvo a tomar una reparadora (y un tanto estresante) ducha para ir a cenar algo. Riquísimo solomillo de cerdo al roquefort, cerveza y postre, menos de cinco euros. Así no pierdo ni un kilo...
Y cuando ya me encamino al hotel, me encuentro con un cartel anunciando un concierto de tango en algo así como un centro cultural. Así que, tras buscarlo un rato, llego a un bonito local de esos con sillas de madera de las de toda la vida, y me pido una copa para ver la actuación. Y qué actuación! Son una pareja de unos cuarenta años. Ella es algo así como la Martirio porteña y toca el bandoneón. Y él, más discreto pero muy divertido en cada uno de sus escasos comentarios, toca la guitarra. Y ambos se alternan para cantar maravillosamente un repertorio que incluye sus propias composiciones, todas con letras muy muy irónicas, y cáscicas milongas tristísimas que casi me hacen saltar la lagrimilla. Y claro, tengo que comprarles un disco que no sé cuando podré escuchar...
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