26 febrero 2008

Potosí y Sucre

La carretera que conecta Uyuni con Potosí estará acabada en sólo un par de años, pero por ahora es sólo un kilométrico barrizal que serpentea entre imponentes montañas coronadas por una boina oscura que amenaza tormenta. El autobús se desliza lentamente, haciendo muchas más paradas de las que mi colega granadino y yo desearíamos. En cada una de ellas suben y bajan personas cargadas con voluminosos bultos que, al no tener asiento, se acomodan como buenamente pueden en el pasillo. A nuestro lado una tìpica "chola" con su bebé cargado a la espalda masca coca sin parar mientras intenta cortar unas uñas de los pies que ni de lejos conocen lo que es una pedicura.


Nada más llegar a Potosí la tormenta comienza a descargar con extrema violencia, así que tomamos un taxi para llegar a un albergue que nos han recomendado. Las empinadas calles del centro se convierten en cuestión de minutos en auténticos torrentes de agua que discurren sobre los adoquines. Hace frío, pero afortunadamente el Hostel es bastante comfortable y pillamos una habitación doble con baño privado a buen precio. Allí encontramos de nuevo a nuestros compañeros de excursión por el Salar de Uyuni: Lee, Will y Chris. Con ellos salimos a cenar algo cuando para de llover, para regresar después a echar una partida de poker en la que Miguel y yo nos resarcimos de la dolorosa derrota sufrida en días anteriores, desplumando a los herederos de Francis Drake.

Al día siguiente amanece soleado y nos vamos a visitar las minas del Cerro Rico con una de las agencias autorizadas. Junto a un nutrido grupo de gringos disfrazados de mineros vamos al mercado a comprar hojas de coca, refrescos y alcohol (de 96º!!!) que luego regalaremos a los mineros que están trabajando en el interior de la montaña. Aunque lo más sorprendente es que se pueden comprar dinamita y otros explosivos con absoluta tranquilidad. Reinaldo, el guía de los únicos tres hispano hablantes, es un exminero que se expresa con una elocuencia muy poco habitual entre sus compatriotas. Con él visitamos una rudimentaria planta de procesamiento de minerales, para poco después traspasar juntos las puertas del mismísimo infierno.


Y es que lo primero que se encuentra nada más entrar en la mina es la figura del "Tío", el diablo que habita la montaña y al que los mineros veneran para que les protega de los muy numerosos accidentes. En cuanto penetramos un poco en los oscuros túneles el oxígeno empieza a escasear, mientras el polvo y el calor son cada vez mayores. Bajamos por estrechísimos conductos, casi arrastrándonos, hasta estar a unos cincuenta metros de profundidad. Allí, con un minero que lleva más de veinte años metido en aquel agujero y su hijo de trece años, que desgraciadamente sigue sus pasos, compartimos un trago y algunas, muy escasas, palabras. No os podéis imaginar lo feliz que me siento cuando, tras casi dos horas allí metido, puedo de nuevo respirar con normalidad... y pienso en que probablemente nunca más entre en una mina.

Por la tarde nos relajamos un poco paseando por la ciudad, que aún conserva un buen número de iglesias, casonas señoriales y bonitas plazas, testimonio de lo que sin duda fueron tiempos mejores. Es sábado y, a pesar del mal tiempo, las calles están muy animadas, así que nos dejamos llevar por el gentío y paseamos por el mercado, donde la carne de llama cuelga junto a una camiseta falsa del Real Potosí y puedes beber riquísimos y baratísimos batidos de frutas (si no eres muy escrupuloso) mientras ves los últimos videoclips de los artistas locales. Difícil contener la risa para no ofender a sus fans... Tras cenar (por fin!!!) algo de pescado vamos a ver como es el ambiente nocturno, pero no tardamos ni cinco minutos en que se nos pegue un borracho, así que nos vamos prontito a descansar...


Y es que el domingo tenemos un compromiso con Reinaldo, el guía, que nos ha invitado a jugar con él y los otros guías un partido de fútbol. Nos encontramos con ellos en la puerta de la agencia y en un minibus nos vamos a Talampaya, a unos veinte kilómetros de Potosí. Somos los únicos no bolivianos, lo que nos asusta un poco por como nos afectará la altitud. Pero pasados los primeros minutos de asfixia total y una vez acostumbrados al barro y las piedras los gringos comenzamos a demostrar nuestra calidad y nusetro equipo vence por un claro 5 a 1 con dos goles de un servidor a la salida de sendos corners. Algo que no tiene mucho mérito, porque le saco un palmo a todos y además les da miedo dar al balón de cabeza, pero que me quiten mi minuto de gloria...

Una vez roto el hielo sobre el terreno de juego nos vamos a comer con todos a casa de uno de ellos, situada muy cerca del campo y donde su mujer ha preparado una enorme cacerola de pasta con carne, queso... y patatas! Y de allí a las termas cercanas, donde nos bañamos en aguas por encima de 30 grados ante las miradas curiosas de los locales, poco acostumbradas a tal cantidad de vello corporal. Incluso nuestros compañeros de equipo, animados por los copazos que ya han empezado a tomar sin ni siquiera salir del agua, nos bautizan entre risas como los "spanish monkey men". Ya contentillos, la vuelta a la ciudad transcurre entre muchas risas y aún más tragos, pero viendo el ya avanzado estado etílico de muchos de ellos decidimos retirarnos prudentemente antes de estropear uno de los mejores días vividos en todos estos meses.


El domingo desayunamos como reyes en un café de la plaza y después visitamos la muy recomendable Casa de la Moneda, donde entre pinturas, restos arqueológicos, viejas monedas y otros objetos destacan los impresionantes ingenios de madera tirados por mulas que se usaban para laminar la plata. A mediodía partimos hacia la vecina Sucre en un viajecito de apenas tres horas por la primera carretera asfaltada que encuentro en Bolivia. A lo largo del camino parece que la tierra vuelve a respirar y poco a poco va apareciendo más vegetación e incluso alguno de esos árboles que ya casi ni recordábamos. Y al llegar a la ciudad, algunos signos de "civilización" que tampoco habíamos visto en el Sur del país.

Nos alojamos en un hostel cercano a la estación. Es una gran casona con terraza, jardín y un estupendo comedor estilo Rococó donde nada más llegar nos unimos a un ruidoso grupo que pasa la lluviosa tarde bebiendo vino. Son dos simpáticos israelíes que confirman la regla, una pareja canadiense, un danés, un italiano y dos francesas loquísimas que viajan acompañadas de su guitarra y su acordeón y que nos ofrecen un improvisado concierto como bienvenida. Pero mi favorito es un holandés de unos 40 tacos que está viajando en una motillo de 125 cc. que se compró en Buenos Aires, donde previamente se sacó el carnet para poder conducirla. Aunque ya antes había viajado por Africa en una scooter, por Mongolia en bicicleta, y no se cuantas cosas más. Vamos,un crack!


En Sucre nos dedicamos bàsicamente a relajarnos y descansar nuestro maltrecho cuerpo tras la intensa experiencia potosína. Y así, entre paseos por las callejuelas de aire colonial, cafecitos en alguno de los agradables bares del centro, una visita al cine para ver un estupendo documental sobre la vida en las minas de potosí (Devil`s Miner, por si a alguien le interesa...) y alguna juerguecilla nocturna con nuestros compañeros de hostel, se pasan los últimos días que comparto con Miguel. Han sido muchos, y aunque en parte tengo ganas de volver a estar solo, creo que en los próximos días echaré de menos a mi nuevo amigo, que ya se ha ido rumbo a La Paz.
Yo, mientras ahí fuera llueve a cántaros, espero un autobús que me dejará en Oruro a la muy recomendable hora de las cinco de la mañana...

21 febrero 2008

Salar de Uyuni

Acabo de llegar a Potosí, la ciudad ubicada a más altura de todo el planeta, y la màs rica en tiempos de la dominación española. Aunque por lo que he visto en el poco rato que llevo aquí, nada queda del antiguo esplendor salvo las viejas casonas de aire colonial. El viaje desde Uyuni no ha sido demasiado pesado, a pesar de cuatro bolivianos borrachos que viajaban en la parte de atrás del bus y de que el camino estaba bastante embarrado. Allì, en Uyuni, descansé anoche después de cuatro días de "penurias" a través de más de 1000 kilómetros de los más increíbles paisajes que hayan visto mis ojos.


Pero la travesía por el desierto comenzó en Tupiza, donde me apunto a una excursión en 4x4 que nos llevará al famoso Salar despuès de recorrer toda la zona SurOeste de Bolivia. Mis compañeros de viaje son Miguel, un informático granadino que despuès de dos años en Dublín habla mejor inglés que castellano; y Lee, Will y Chris, tres inglesitos que a pesar de su tierna edad (el mayor tiene 25) resultan unos muy agradables, aunque en ocasiones demasiado "civilizados", compañeros de viaje. A los mandos del viejo Toyota el señor Urbano, nuestro chofer y guía; y a su derecha Teófila, su esposa, la que será nuestra cocinera durante todo el trayecto.


Así que, una vez cargadas nuestras pesadas mochilas en el techo del vehículo partimos rumbo hacia el Oeste, en dirección a la frontera chilena. Nada más salir de Tupiza el camino comienza a empinarse de manera espectacular y enseguida estamos por encima de los cuatro mil metros, así que mascamos unas hojas de coca para ir aclimatándonos. El camino es muy malo, pero las vistas son absolutamente increíbles y a cada poco pedimos a nuestro guìa que pare para tomar una foto de alguna extraña formación rocosa, del volcán que se ve allá a lo lejos o de aquella mina abandonada que parece imposible pueda estar allí.


Pasamos muchas horas sobre ruedas ese primer día hasta llegar a nuestro primer campamento. Es apenas un barracón de adobe con un techo de chapa y seis desnudos camastros. Por supuesto no hay agua corriente y el baño es muy precario, pero poder ver aquel cielo estrellado en medio de ese pueblo casi desierto compensa cualquier carencia. Cenamos mucho mejor de lo esperado, como en todo el resto del viaje, y nos vamos a dormir bien temprano. Hace un poco de frío y la cama es muy dura, pero dormimos bien... hasta que Lee se levanta vomitando por culpa del mal de altura, algo que le acompañará durante todo el viaje, y también a alguno de los otros.
Yo afortunadamente sólo sufro un muy leve dolor de cabeza.


Al día siguiente nos levantamos bien temprano y tras un reparador mate de coca seguimos camino. El viaje es largo y pesado, pero cuando llegamos a la Laguna Colorada apenas podemos cerrar la boca del asombro. Una enorme extensión de agua de un color rojo oscuro refleja como un espejo las enormes montañas que la circundan. Sobre ella, miles de flamencos de un intenso color rosa se alimentan tranquilamente con lo poco que pueden ofrecer aquellas aguas. Continuamos camino y llegamos a la Laguna Verde, situada justo bajo un imponente volcán de casi 6000 metros de altura. Allí en invierno se registra temperaturas por debajo de veinte bajo cero. Esa noche no llegamos a tanto, pero si pasamos frío en un alojamiento aún más básico que el del día anterior. Para colmo, esta noche le toca a Miguel sufrir el "soroche".


El tercer día de viaje nuestro cuerpo parece ya haberse habituado a la altitud y a los baches del camino. Este se vuelve un poco más llano cuando enfilamos hacia el Norte, pero el paisaje se va volviendo cada vez más sorprendente. Una enorme extensión donde no crece nada de nada se abre ante nosotros. A lo lejos, imponentes picos nevados contrastan enormemente con el rojo del desierto. De vez en cuando, una de esas rocas casi líquidas que parecen salidas de un cuadro de Dalí le añaden un toque aún más surrealista a la escena. Como lo son los geyseres y fumarolas que también visitamos, y que parecen la puerta de acceso al mismísimo infierno. Allí cerca nos bañamos en unas aguas termales a más de 30 grados mientras comienza a nevar sobre nuestras cabezas. Alucinante!


El último día, después de aclimatarnos tras pasar la noche en un "hotel" integramente construído con sal vamos al Salar de Uyuni. Lamentablemente ha llovido bastante y tiene más agua de lo normal, así que no podemos recorrerlo en su totalidad. Aún así es absolutamente espectacular. Subidos al techo del 4x4, con las ruedas de èste sumergidas en agua hasta la mitad, recorremos la extensísima, blanquísima y planísima superficie del salar, solo interrumpida por cónicos montoncitos de sal que, reflejados en el agua, parecen diamantes. Podrían perfectamente ilustrar la portada de algún disco de Pink Floyd...


Y por si todo lo visto anteriormente no nos había parecido suficientemente lisérgico, antes de llegar a Uyuni paramos en un cementerio de trenes que bien podía ser el escenario de La Matanza de Texas III o de la peor de tus pesadillas.
Por fin llegamos a la ciudad, satisfechos de la experiencia pero agotados y oliendo a perro muerto después de semejante viaje. Y allí nos despedimos de nuestros guías, quienes, cuando les damos una propina mayor de lo que cobran por los cuatro dias lejos de sus seis hijos, parecen abandonar por un momento ese mutismo mezcla de timidez y desconfianza que siempre les acompaña. Como a casi todos los bolivianos...

16 febrero 2008

Tupiza

Tengo el culo roto. Y no, no he sido atacado por una horda de bolivianos sodomitas.
De hecho casi tengo màs rotos aùn los riñones. Y es que ayer me pasè todo el dìa jugando a los cowboys en los increìbles alrededores de Tupiza, un pueblo que parece salido de alguno de esos spaguetti-western psicodèlicos de los años 70. Eso sì, a pesar de las agüjetas, disfrutè como un enano. Tanto que hoy, para sustituir a mi extraviada gorra (toquemos madera, que es lo primero que pierdo...), me he comprado en un mercadillo un precioso sombrero de cowboy. Làstima que descubrir en su interior una brillante etiqueta que reza "made in China" me haya restado un poco del entusiasmo inicial. Cosas de la globalizaciòn...

Pero el ingreso en Bolivia no fuè ni mucho menos tan fàcil. Salgo de La Quiaca y mochila al hombro recorro los escasos 800 metros que me separan del puesto fronterizo. Centenares de personas se agolpan frente a una pequeña garita formando algo parecido a una cola. Temièndome lo peor pregunto al guardia que supuestamente organiza aquel caos y, efectivamente, me confirma que debo esperar mi turno para los tràmites pertinentes. Asì que resignado, paso casi dos horas a pleno sol viendo como sobre un puente situado apenas a cincuenta metros no paran de entrar y salir del paìs personas con enormes fardos a su espalda. Surrealista.


Aunque màs surrealista es cuando el amable funcionario que tiene que sellar mi pasaporte me dice que yo no tengo que hacer esa cola, si no ir a la ventanilla de al lado, donde no hay absolutamente nadie. Y mira que insistì varias veces al cabròn del policìa!!! Pero bueno, ya estoy en Villazòn, Bolivia, y lo primero que me encuentro es una larga calle llena de tiendas de baratijas, casas de cambio y vendedores ambulantes de, supongo, artìculos de contrabando. Camino sin distraerme hasta la estaciòn de tren, que parece sacada de una peli española ambientada en la guerra civil. Los horarios y precios estàn escritos en una pizarra, pero para Tupiza està todo vendido y no hay otro tren hasta el sàbado.

Asì que doy media vuelta y, con el calor apretando y tragando el polvo que lo llena todo, camino hacia la terminal de autobuses. La palabra cutre se queda muy, muy corta para describir la estaciòn, pero afortunadamente hay un bus a Tupiza a las tres. Con la diferencia horaria entre Bolivia y Argentina tengo que esperar casi cuatro horas, pero al menos me guardan la mochila y puedo ir a dar una vuelta por el pueblo. Una señora con su bombìn, sus trenzas, su falda con vuelo y sus cientos de capas de ropa (con el calor que hace!) me ofrece un zumo de naranja recièn exprimido que me sabe a gloria por menos de medio euro. Y pensar que en Argentina eran siempre de polvitos...


Y claro, lo màs animado a esa hora de la mañana es el mercado. Todas las calles aledañas estàn llenas de mujeres ataviadas con el mismo tipo de ropajes vendiendo cualquier cosa que se pueda imaginar. Pero el shock al entrar al mercado es grande. Un montòn de puestos pequeñìsimos, unos pasillos por los que apenas caben dos personas a la vez, y un olor a carne muerta que casi me dan ganas de salir corriendo. En lugar de eso intento sacar unas fotos, pero una de las vendedoras comienza a arrojarme su mercaderìa, que afortunadamente son semillas de no se què...
y a amenazarme con llamar a sus hijos para que me quiten la càmara sino dejo de hacerlo. Argumento ante el cual doy la razòn a la señora y abandono ràpidamente el lugar.

Ya en la estaciòn vuelvo a tener un pequeño altercado con un tipo que quiere cobrarme la "tasa de uso de terminal" antes de subir al destartalado bus. Pero antes de quedarme en tierra decido pagar los veinticico cèntimos del "impuesto revolucionario" exclusivo para guiris. El viaje en sì es infernal. Polvo y màs polvo, calor, baches y paradas y màs paradas en los lugares aparentemente màs remotos para que suban y bajen personas cargadas con montones de bolsas, cajas y grandes sacos. Afortunadamente no hay rastro de cabras u otros animales domèsticos, aunque el olor animal en el interior del "colectivo" es igualmente fuerte.


Pero llego a Tupiza y todo cambia. En la estaciòn los dueños de los hostales estàn esperando a los turistas para ofrecer sus alojamientos y enseguida encuentro uno bastante decente a un precio casi irrisorio. Eso sì, el papel higiènico no està incluìdo y los baños son a compartir. Pero la habitaciòn resulta acogedora.
Los mismos hostales organizan tambièn tours a caballo, en bicicleta o en 4x4 para recorrer la zona, y enseguida me apunto a uno para el dìa siguiente. Me acompañan cinco miembros del "Club de señoritas con sobrepeso de Tel-Aviv", que hacen sufrir considerablemente a los pobres -y muy menudos- guìas para ayudarlas a subir a los caballos.

Y siguen hacièndonos sufrir, a ellos y a mì, con sus gritos histèricos y sus ininterrumpidas canciones en hebreo, durante todo el trayecto.
Mi xenofobia selectiva està a punto de desbordarse cuando uno de los guìas me sugiere que nos adelantemos. Pasamos, en un bendito y completo silencio, por la Puerta del Diablo rumbo al Cañòn del Inca, y allì, junto a un pequeño arroyo, esperamos a que llegue el resto del grupo. Mientras comemos, algo espanta a los caballos y los guìas salen corriendo tras ellos. Durante el largo rato que tardan en volver intento tranquilizar a las nerviosas israelìes, pero no hay caso, desisto.
Asì que a la vuelta Clemente, el guía, y yo tomamos de nuevo la delantera, galopando incluso hasta que me acuerdo de Cristopher Reeve y le pido que pare.


Y asì hoy me he dedicado a recuperarme de mis dolores. Algo extraño teniendo en cuenta que he ido a ver la vista de Tupiza desde el cercano Cerro de la Cruz y a poco fallezco en el camino. Què subidita! Y còmo se notan los 3000 metros de altura! (o eso me digo yo para justificar tan baja forma fìsica)
Eso sì, màs duro aùn ha sido encontrar un lugar donde tomar un cafè cuando he regresado de la caminata. Cosas de Bolivia...
Y mañana me voy en una excursiòn de cuatro dìas en todoterreno a recorrer el Salar de Uyuni, uno de los lugares a los que, por lo escuchado hasta ahora,le tengo màs ganas. Ya os contaré...

11 febrero 2008

Salta y Jujuy

Estoy tan a gusto en Cachi que me quedo dormido y pierdo el bus de las nueve. Y no hay otro hasta las tres, asì que no me queda màs remedio que desayunar tranquilamente, pasear por el pueblo y sentarme a leer bajo la sombra de las palmeras de la plaza. Todo muy estresante...
El bus, que debe ser màs o menos de la època colonial, llega fatigado pero puntual a la cita con sus variopintos ocupantes: mochileros internacionales, indìgenas locales con hatillos de cueros y telas, y un insufrible grupito de hyppies cantores.
Tapándome los ojos introduzco mi negra mochila en las tripas del dinosaurio, cubiertas por un dedo de espeso polvo amarillo, para partir rumbo a Salta.

El trayecto es una vez más acojonante, aunque en esta ocasión también en sentido literal. Primero atravesamos el Parque Natural de los Cardones, donde miles de esos cactus que me tienen embobado se yerguen orgullosos como vigías del paisaje. Pero la carretera comienza a empinarse y el sol a cubrirse por una niebla espesa, y cuando llegamos a lo alto de la Cuesta del Obispo ya hace un frío considerable. Allí comienza un vertiginoso descenso a través de infinitas curvas que, en ocasiones, se ven atravesadas por las torrenteras que bajan de las montañas y que, eso sí, nos brindan un paisaje de una belleza indescriptible.


Llego a Salta sin mayor novedad y, aprovechando que pagan ellos, tomo un taxi para llegar a un Hostel recomendado por un tocayo valenciano que encontré en Cachi. Pero el coche es muy viejo y tengo que bajar un par de veces a empujarlo, no sin cierto temor de que el tipo se fugue con mis cosas. Para colmo está empezando a chispear y la cama que se supone tenía reservada está justo en el centro de una destartalada habitación, rodeada de otras ocho literas. Como no tienen otra decido marcharme no sin que antes me reclamen los cinco pesos de la la carrera del taxi. Empiezo a estar un poco cabreado, pero no tengo ganas de discutir por un euro y me voy a buscar un alojamiento mejor... justo cuando comienza a diluviar. Bueno, pienso, al menos se limpiará mi mochila!

Afortunadamente no tardo mucho en encontrar un albergue con bastante buena pinta y allí me quedo. Tomo una ducha caliente, pido unas empanadas para cenar (no hay quien salga a la calle con esa lluvia torrencial) y me quedo allí charlando con otros huéspedes hasta la hora de dormir. Pero allí no acaban mis desgracias y por la noche siento que no puedo parar de rascarme. No sé si ya estoy obsesionado con las pulgas o que la tormenta no me deja dormir, pero cuando amanezco estoy hecho un monstruo. Peor incluso que la otra vez! Así que estallo, amenazo a la gente del hostel con demandarles y me voy sin pagar a buscar un hotel decente y luego un buen médico.


Uno y otro me destrozan un poco más si cabe el presupuesto, pero al menos puedo decansar tranquilo sabiendo que lo que tengo es una reacción alérgica a... no sé el qué! Así que paso el viernes sin salir mucho más que a ponerme inyecciones de antihistamínicos y a aprovechar los escasos ratos sin lluvia para hacer un poco de turismo. Y a pesar de que mi estado anímico no es el ideal, Salta me parece una ciudad muy bonita, con un aire colonial mucho mayor que otras ciudades argentinas y una clara influencia española patente en la preciosa plaza central porticada y en las muy numerosas iglesias, muchas de ellas tan "kitsch" que hasta tienen su atractivo.

Pero a pesar de la lluvia y de mis granos, aún tengo tiempo durante el fin de semana de subir con el teleférico a un cerro cecano a disfrutar de la vista de la ciudad; a visitar un excelente museo privado, en el que una guapísima señora muestra personalmente la colección de arte indígena que ha ido construyendo a lo largo de toda una vida de viajes por Latinoamérica; a cenar en el extrañísimo restaurante de un libanés que no tiene nada para comer pero me invita a beber "fernet-cola" con él; y hasta a asistir a uno de los muchos espectáculos folclóricos de la animada noche salteña. Así que visto en perspectiva, la estancia en Salta tampoco estuvo tan mal!


El lunes temprano llego a la estación sin tener muy claro aún mi destino. La opción Paraguay, visto ya Iguazú parece sin mucho sentido; y el norte de Chile estaría bien si pudiera tomar el famoso Tren de las Nubes, pero como no funciona hace tiempo... Así que decido seguir hacia el norte rumbo a Bolivia, saltándome en el camino la ciudad de Salvador de Jujuy, de la que no tengo muy buena referencias.
La primera parada es Tilcara, un pequeño pueblo de calles povorientas, casas de adobe y población ya mayoritariamente indígena, que sorprendentemente ofrece un buen montón de alojamientos y restaurantes de buen nivel. Allí me quedo en una cabañita preciosa, pero al día siguiente decido continuar.

La siguiente parada es Humahuaca, el pueblo que da nombre a toda la Quebrada. Es del mismo estilo que Tilcara pero algo más grande y con las calles principales empedradas. Un enorme monumento a la independencia (algún día habría de tratar aquí el absurdo patrioterismo argentino) a todas luces fuera de escala preside la ciudad y cobija a un buen número de artesanos y hyppies, algunos de ellos con claros síntomas de haber abusado de ciertas sustancias alucinógenas. En el hostal donde me quedo una familia de Tucumán comienza a hablar comigo y me invitan a ir en su coche a visitar unas ruinas cercanas. Acepto encantado, pero la madre es una friki de cuidado y ya no logro librarme de ellos hasta la mañana siguiente, cuando se despide de mí como si me conociera de toda la vida.

La última escala antes de la frontera iba a ser Iruya, un pueblito en la montaña con fama de espectacular. Pero desde Humahuaca hay necesariamente que ir y volver en el día y cada trayecto dura casi tres horas. Para colmo el bus de las diez se rompe y no hay otro hasta las doce, así que cambio de planes y cojo el siguiente bus a La Quiaca, desde donde estoy escribiendo estas líneas. La Quiaca es un pueblo bastante grande, separado de Villazón, ya en Bolivia, tan sólo por una calle. Es ocre y polvoriento como los del resto de la Quebrada, pero sin ningunio de sus atractivos turísticos. De hecho, no hay razón alguna para estar aquí más que tomar mañana un tren que me lleve a Tupiza. Ya os contaré como son los trenes en Bolivia...

06 febrero 2008

Valles Calchaquìes

Salgo de San Juan a las doce de la noche rumbo a Tucumàn. Mi cuerpo debe ya haberse habituado a las "comodidades" del bus-cama porque apenas si me entero de las paradas en La Rioja y Catamarca. Al llegar a la estaciòn veo una larga cola de gente que està esperando para sacar billete a Cafayate. El pròximo bus sale a las dos de la tarde y son las diez de la mañana, asì que, como he descansado bastante bien, decido continuar viaje. Dejo la mochila en consigna y me voy a dar una vueltita por la ciudad hasta la hora de partida. Afortunadamente parece que no me voy a perder nada màs que una versiòn de mayor tamaño de Mendoza.


El bus a Cafayate va repleto de mochileros, principalmente jovencitos porteños jugando a ser "jipis" durante el verano. Màs o menos lo que hacemos otros ya no tan jovencitos durante un poco màs de tiempo...
El paisaje durante el largo trayecto varìa de una forma asombrosa. Las quebradas y resecas montañas de los alrededores de San Juan se cubren de enormes y frondosos àrboles al llegar a Tafì del Valle, para despuès dejar su lugar a un manto verde de pastos y matorrales. Segùn llegamos a Cafayate el paisaje vuelve a hacerse màs àrido y enormes cactus comienzan a aparecer a ambos lados de la ruta. No sè por què, pero tengo la sensaciòn de que ahora empieza una nueva etapa del viaje.


Cafayate es un pueblito encantador, con una enorme plaza arbolada alrededor de la cual gira toda la actividad. Allì hay varias agencias de turismo que organizan excursiones a los lugares de interès màs o menos cercanos, pero esta vez tengo ganas de hacer por mi cuenta todo lo que se posible. Asì que recabo toda la informaciòn que puedo y me voy a mi acogedor hostalito a disfrutar de esa cama taaan grande y ese baño taaan limpio. Agotado por el largo viaje de casi 24 horas duermo como un bendito y amanezco con ànimos renovados, asì que tomo un bus de lìnea que me lleva a las ruinas de Quilmes.
Mejor dicho, me deja en mitad de la carretera, justo al comienzo de un camino de tierra de cinco kilòmetros que lleva a la antigua ciudad indìgena. Todo el camino es en ligera subida y està flanqueado por montones de cardones, esos enormes cactus de los que hablaba y cuya infusiòn los indìgenas usaban como alucinògeno en sus rituales. Aunque aùn hoy se usan para hacer dulces, objetos de artesanìa e incluso en la construcciòn de viviendas.
A la entrada de las ruinas un grupo de indios Quilmes ofrecen sus servicios como guìas a cambio de una ayuda para su causa. Y es que mientras caminamos por lo que en su dìa debiò ser una imponente ciudad la joven india me cuenta como la explotaciòn de las ruinas fue otorgada hace años a un cacique local (blanquito por supuesto), que construyò un hotel con piscina incluìda justo en la base del cerro, donde se ubicaba el antiguo cementerio. Por supuesto es ilegal y han conseguido cerrarlo por ahora, exigiendo al gobierno que al menos les permita gestionar a ellos las instalaciones. Pero desde Buenos Aires alegan que no estàn capacitados para ello y quieren dar la concesiòn a una empresa privada.
En cuanto llegue a Salta me tatùo un Chè Guevara en el hombro!


Vuelvo al Cafayate en la furgoneta de una hyppie, èsta de verdad, que vende bisuterìa en la puerta de las ruinas. El mate que me ofrece tiene tanta mierda como su furgoneta y como su ropa (el tèrmino "pies negros" cobra aquì un nuevo significado), pero no puedo negarme y le pego unos sorbos al amargo.
En el pueblo hay mùsica y danzas folclòricas por carnaval, pero bastante menos animaciòn de lo que esperaba, asì que me voy pronto a descansar para estar en forma al dìa siguiente. Y es que he decidido alquilar una bicicleta, viajar con ella hasta la Garganta del Diablo, y volver desde allì a Cafayate recorriendo los màs de 40 kilòmetros de la quebrada del mismo nombre.
Y asì lo hago, bien pertrechado de agua, comida y cremita para el sol. Los parajes que atravieso son similares al valle de la Luna de San Juan, pero uno no se cansa nunca de ver una naturaleza tan majestuosa. Aunque el mejor momento es cuando, en una de las muchas paradas en mitad de la nada para descansar, descubro que esos pàjaros extraños que habìa visto posarse sobre un cardòn, no son otra cosa que una bandada de enormes loros azules, verdes y amarillos que echan a volar en cuanto me ven acercarme.


Esta noche lo que hay en Cafayate es un festival de grupos de rock locales, pero estoy tan fundido que no aguanto demasiado, a pesar de que me encuentro con la hyppie de las ruinas y sus amigos. A la mañana siguiente me voy a ver unas cascadas cercanas al pueblo. Cuando llego allì hay tambièn un grupo de indìgenas reclamando - creo que esta vez con bastante menos razòn- su propiedad sobre esas tierras. Para evitar problemas me llevo a uno de ellos como guìa... y menos mal, porque el camino es mucho màs complicado de lo que me habìan comentado. No es fàcil perderse, porque sòlo hay que seguir el curso del rìo hacia arriba, pero el cauce es tan estrecho y el camino tan abrupto que en muchas ocasiones parece que no hay forma humana de pasar. A pesar del guìa, en varias ocasiones no hay màs remedio que meterse en el rìo hasta màs arriba de las rodillas para poder continuar, pero afortunadamente mi càmara consigue salvarse de cualquier remojòn. Desafortunadamente, el orgulloso quilmes no se deja fotografiar.


He disfrutado mucho en Cafayate pero debo continuar (y dejar la mejor habitaciòn que he tenido en todo el viaje, sniff...), asì que a la mañana siguiente decido salir hacia la pequeña localidad de Cachi. Està sòlo a 165 kilòmetros hacia el Norte, pero por 40 de ellos no circula transporte pùblico alguno, asì que la opciòn màs lògica es viajar hasta Salta, la capital de la provincia, y de allì a Cachi. Total, màs de ocho horas de viaje. Pero siguiendo con mi renovado espìritu aventurero, y animado por otros mochileros con la misma idea que encuentro en la estaciòn, cojo el siguiente bus a Angastaco, el ùltimo pueblo con servicio. El camino es terrible y el bus va repleto de gente sentada en el pasillo o en los brazos de los asientos. Hace un calor insoportable y afuera no hay màs que desierto y algunas casitas en mitad de la nada donde el bus se detiene para entregarles el correo y, en algunos casos, la prensa del dìa. Parece increìble que puedan vivir en semejantes condiciones y ser capaces de sonreir cuando el chofer les dice que ya no queda periòdico para los ùltimos de ellos.
Pero el viaje aùn puede empeorar. Cuando llegamos a Angastaco aquello parece un pueblo fantasma. Es la hora de comer y no hay ni un alma, aunque pronto aparecen por allì otro grupo de mochileros que estaban esperando la llegada de nuestro bus para juntar màs gente y así poder pagar lo que pide el dueño de un camiòn por llevarnos hasta Cachi. Asi que, en la parte de atràs, tragando polvo y baches y curvas udrante cuatro horas viajamos hasta nuestro destino, al que llegamos casi a la misma hora que si hubièramos ido vía Salta. Pero bueno, yo esto ya lo sabìa. Unos lo llaman aventura y otros masoquismo...


Lo importante es que ya estoy en Cachi y que es una maravilla de lugar. Un pueblito precioso, con sus callecitas empredradas, sus casitas de aire colonial y su iglesia techada con cardones (sì, paradòjicamente el mismo cactus que usaban los indios para ponerse en contacto con sus dioses). Y no, no hay pràcticamente nada que hacer aquì salvo pasear por los alrededores del pueblo cuando el sol no quema o sentarse a la sombra a tomar una cerveza en las horas centrales del dìa. O claro, meterse en el ùnico cyber del pueblo a contaros todo esto rollo que os he metido.
Pero eso es sin dudad parte de la magia de este lugar...

02 febrero 2008

San Juan y el Valle de la Luna

Salgo de Mendoza màs tarde de lo previsto y cuando llego a la terminal no encuentro un billete para La Rioja hasta la noche. Mi intenciòn es llegar a Cafayate en tres etapas: La Rioja, Catamarca y Tucumàn, pero no quiero esperar todo el dìa en la calurosa estaciòn y tomo el siguiente colectivo a la relativamente cercana San Juan ("colectivo", "tomo", "terminal"...joder, ya hablo como hablan acà!).
Llego allì a media tarde y busco un albergue cercano a la estaciòn que recomienda la Lonely Planet. Es una antigua vivienda ubicada en un chalet estilo años 50 con cuatro habitaciones y cuatro camas en cada una, dos baños y un aseo, cocina y un gran salòn-comedor. Vamos, como estar en casa!


Una vez instalado salgo a dar una vuelta por la ciudad y una vez màs encuentro los mismos nombres de calles que en todo el resto de ciudades argentinas: Gral. San Martìn, Belgrano, Rivadavia, Plaza de la Independencia...
Alrededor de èsta hay varios operadores turìsticos ofreciendo excursiones y, sin pensàrmelo mucho, me apunto a una excursiòn al Valle de la Luna, no sea que me pase como en Mendoza. La ùnica pega es que pasaràn a buscarme a las cinco y media de la mañana, asì que tengo que acostarme pronto a pesar del buen ambiente que se respira en el hostel despuès de la cena.


No duermo mucho, pero a la hora en punto estoy listo y emprendemos viaje hacia el norte. Hay un buen montòn de kilòmetros de distancia, pero dada su extensiòn y su aislamiento, San Juan es casi la ùnica opciòn para visitar el Parque Natural de Ischigualasto... a no ser que tengas un vehìculo propio.
Y ni asì, porque una vez llegados al parque es obligatorio que un guìa acompañe a todos los visitantes para evitar el antes habitual robo de fòsiles y restos arqueològicos. Y es que en este parque, junto al contiguo de Talampaya, se han encontrado algunos de los fòsiles de dinosaurios màs antiguos del mundo.


Pero lo interesante para mì no son los fòsiles, que tambièn, sino ese paisaje que parece haber sido pintado por el màs chiflado de los pintores surrealistas. Escarpados farallones rocosos de un rojo brillante, inaccesibles barrancas en tonos verdes y morados, escasìsimos arbustos que parecen pintados de verde fluorescente... Y rocas, enormes rocas de caprichosas formas que toman nombres como "el gusano", "el submarino" o, mi favorita, "las bochas", una serie de rocas perfectamente esfèricas y colocadas de tal forma que parece que algùn dios indìgena estuviera jugando con ellas una partida de petanca.


Lamentablemente el vecino Talampaya està cerrado a causa de las ùltimas y copiosas lluvias, pero aùn asì vuelvo màs que satisfecho de la excursiòn a pesar del palizòn de furgoneta que llevo en el cuerpo.
Eso sì, cuando llego al hostel mis compañeros de cuarto, un canadiense que ejerce de traductor de francès en Santiago de Chile, un californiano medio loco con pinta de ser uno de los tipos de Jackass, y un vendedor de fertilizantes argentino en viaje de trabajo me invitan a compartir con ellos la comida que han comprado en un cercano restaurante vegetariano. Y por primera vez en muuucho tiempo, disfruto de una riquìsima cena sin carne, pasta o pizza, y de una larga sobremesa que se extiende hasta que mis ojos ya no pueden mantenerse abiertos por màs tiempo.


Al dìa siguiente me levanto muy tarde y tengo que dejar el albergue ese mismo dìa, ya que por la noche cojo un bus a Tucumàn. Pero la encantadora gente que trabaja en èl, los mismos que me aseguran que tranquilamente puedo obviar La Rioja y Catamarca, me permiten dejar allì las cosas y volver a recogerlas a la noche.
Asì que, aprovechando que por fin ha salido el sol, tomo un bus a Ullum, un pueblito cercano con un lago al que los sanjuaninos acuden a refrescarse los fines de semana. Pero, aunque el lugar es bonito, està lleno de familias ruidosas y de basura, y el agua està verde y "recaliente", asì que desisto de mi dìa de playa para poder ir a ver el santuario de la Difunta Correa.


La Difunta Correa es uno de los muchos santos paganos a que los argentinos rinden tributo. A todo lo largo y ancho del paìs pueden verse pequeños altarcitos junto a la carretera llenos de botellas de agua que los conductores, especialmente los camioneros, ofrecen a esta mujer que muriò de de sed cuando buscaba a su marido reclutado por la fuerza por el ejèrcito. Pero su bebè, a quièn llevaba en brazos, fuè encontrado todavìa con vida dìas despuès gracias a la leche que aùn brotaba del pecho de su madre muerta.
En ese mismo lugar se levanta hoy el santuario, una especie de enorme parque temàtico de la santa donde pueden encontrarse los objetos màs variopintos ofrecidos por los fieles: matrìculas de coches, maquetas de casas, uniformes militares, fotos familiares, vestidos de novia y... claro, parrillas y tiendas de souvenirs.
Esto sì que es surrealista y no el valle de la Luna!